Son dos palabras horribles. Remiten a los fascismos más extremos de la historia y la ficción. Han generado horas de trauma, terapia y reflexión en casi todos los habitantes de la Tierra. Sin embargo, hoy vamos a darles un lugar dentro de las emociones humanas que, de vez en cuando, sirven para algo.
La obediencia: ser una oveja.
Se escucha por todos lados. Es la típica chicana hacia el militante político de cualquier color, a cualquier empleado que se pone la camiseta de su trabajo, al ciudadano que cumple a rajatabla con lo que le pide el Estado. La obediencia tiene una fuerte carga peyorativa, casi sinónimo de sumisión, de ceguera, de rebaño, de falta de inteligencia o amor propio. Tampoco faltan las comparaciones extremas. La esclavitud, la obediencia debida del golpe de estado del 76 o los alemanes siguiendo a Hitler durante el nazismo.
Pero esa es una parte, aunque trágica, muy mínima de la película que la humanidad ha sabido disminuir con el paso de su historia. La otra parte es cada avance civilizatorio que ha desarrollado el ser humano, en cada área cultural posible.
Sin gente que cumpliera órdenes no habría construcciones ni ciudades. No habría medicina ni educación ni deportes. No habría democracias ni leyes ni revoluciones ni avances tecnológicos. Sin obediencia no habría siquiera comercio, porque hasta el mercado tiene sus reglas básicas.
Se puede pensar en el arte, espacio desobediente por antonomasia. Sin embargo, la mayoría de los artistas (uno podría especular que todos) se han inscrito en una tradición cultural previa, con la que nunca terminan de romper del todo. Muchos hasta se han embanderado en un movimiento o vanguardia. Esto por no mencionar a los artistas directamente financiados por reyes, ministerios de cultura o empresas privadas, que son obedientes aunque sea a la hora de llenar sus planillas.
Hasta los proyectos más individuales han tenido que pasar en algún momento por el acatamiento de muchos para alcanzar un carácter masivo y no quedar limitado a la imaginación personal. Y ojo, esto no es una crítica a la desobediencia, tan humana como su contraparte, pero hasta la chispa más rebelde requiere en algún momento de regulaciones férreas sino quiere terminar siendo un paréntesis banal de la historia.
¿Por qué tiene tan mala prensa la obediencia?
Porque es la estrategia más vieja y efectiva para desestabilizar lo que sea. Todo obediente tiene dudas más o menos marcadas, sobre todo en momentos de crisis. La búsqueda de desenganchar un engranaje del mecanismo opositor es tan natural que lo hacemos intuitivamente en cualquier discusión trivial. Divide y reinarás.
De hecho, a lo largo de la historia todas las civilizaciones han fomentado diferentes formas de cuestionar la obediencia en los ciudadanos de sus rivales. Valga una enumeración incompleta al respecto: apoyar opositores, fomentar levantamientos o golpes de estado, promover rebeliones fiscales, cuestionar deidades o liderazgos fuertes, crear ONGs que divulguen valores diferentes a los oficiales, alentar el separatismo, imponer el lawfare, que siempre estuvo pero ahora tiene nuevo nombre, difamar políticos con medios de comunicación o los recursos de la época, criticar el patriotismo, ponerle precio a la captura de los gobernantes de otro Estado.
El ejemplo más paradigmático de la historia se dio en la Primera Guerra Mundial. El Imperio Alemán, parte de las Potencias Centrales, estaba enfrentado al entente entre Francia, Inglaterra y Rusia, al que luego se le sumaría Estados Unidos. El káiser Guillermo II necesitaba sacar enemigos de la contienda y puso sus ojos en la Revolución de Febrero, que se estaba dando en la Rusia zarista. El líder alemán no tenía simpatía alguna por las ideas socialistas pero vio una oportunidad. En Suiza, siempre neutral, estaba el exiliado Vladimir Lenin, figura fundamental de la revolución bolchevique.
Con estas fichas en juego, el líder comunista obtuvo un permiso imperial para atravesar el territorio germano que lo separaba de su patria, a bordo de “un tren sellado”. Meses después de la llegada de Lenín se daría la definitiva Revolución de Octubre y los rusos, que terminarían convirtiéndose en la URSS, abandonaron la Primera Guerra para concentrarse en sus conflictos internos. Los alemanes terminarían perdiendo la guerra, pero esa jugada fue una demostración de lo que puede generar la crítica a la obediencia, en este caso, al zarismo imperante.
Hoy, ya sin guerras mundiales, la disputas por la obediencia ya no se dan sólo entre países. Hay debates ideológicos, financieros, humanitarios, sociales o religiosos que atraviesan Estados y continentes, globalizando los enfrentamientos y desdibujando el rol de los gobiernos.
En el caso de la pandemia actual, sobre todo en los métodos para contrarrestarla, se percibe un claro mensaje antiobediencia, que por suerte es bastante minoritario. Desde los defensores extremos del mercado, pasando por los antivacunas o los que temen por la aparición de un Nuevo Orden Mundial, a los que se le suman ciudadanos opositores de todo color.
En Argentina, pero probablemente en todos los lugares donde el Estado impuso cuarentenas, se dan lógicas discursivas como las siguientes:
El gobierno te quiere controlado para que no protestes. El virus no existe pero Alberto lo usa para imponer su autoritarismo. Vos te cagás de hambre por la cuarentena y ellos se vuelven ricos con la corrupción. Todo esto es una movida para que Cristina no tenga que ir a tribunales. La Organización Mundial de la Salud está de acuerdo con China y usan la pandemia para dominar Latinoamérica. Estamos parando el país por algo que mata menos gente que … (este dato va cambiando según los casos, pero la opción más extrema es compararlo con los abortos realizados, equiparando los fetos con muertos por covid).
Seguramente los lectores tendrán muchos más ejemplos de obediencias y sus búsquedas de desarticularlas, pero quiero dejar una conclusión final:
La obediencia o su contracara rebelde son opciones válidas para las decisiones personales y colectivas. Sin embargo, la próxima vez que piense en ser desobediente, analice a quién beneficia con su comportamiento.
El miedo a control remoto
Mucho se ha dicho en estos días sobre el rol del miedo como método de contención social, aunque tampoco se trata de algo nuevo. Se han escrito millones de páginas sobre los gobiernos que utilizan al terror para controlar a sus sociedades y es hasta lógico que así sea ¿Cómo hace un Estado que debe controlar y penalizar lo ilegal sino es a partir del miedo? ¿No hay acaso un vínculo indivisible entre la ley y el miedo a las consecuencias de romperla?
Bueno, sin duda se trata de un instinto notoriamente práctico para la dominación social, heredada de las viejas tradiciones teocráticas donde un dios omnisciente y todo poderoso te vigilaba y castigaba.
Se puede decir, sin embargo, que la humanidad ha avanzado lo suficiente como para desarrollar un sistema legal que no tenga al miedo y a la amenaza como centro de su estrategia. Se puede decir, sí, pero falta mucho. Incluso, viendo algunas distopías de la ciencia ficción, se puede decir que falta muchísimo.
Pero volvamos al hoy. A la pandemia. Cientos de millones de personas alrededor del mundo se recluyeron en sus casas y desaceleraron la curva de contagios del coronavirus que venía creciendo a razón de 622 veces por semana. Muchos ciudadanos lo hicieron amparados en los análisis más racionales, pero la gran mayoría se encuarentenó por miedo. Por miedo al virus, por miedo a morir o a matar seres queridos y, sobre todo en los más descreídos, por miedo a las multas y cárceles por violar los decretos presidenciales.
Cuentas y especulaciones
Es difícil saber qué hubiera pasado sin las cuarentenas masivas, hay demasiados factores que se ponen en juego para esa evaluación. Una posibilidad es analizar los casos de Estados Unidos y Brasil, pero hasta estos países tuvieron cuarentenas, aunque sean regionales y descoordinadas.
Sin embargo, más como un ejercicio matemático que como un análisis epidemiológico, podemos trazar una tendencia de la cantidad de duplicación de casos antes y después de las medidas globales de aislamiento. A fines prácticos definiremos el 15 de marzo como inicio de las cuarentenas mundiales, cuatro días después de que la OMS declarara a la covid como una pandemia. Para esos días, una decena de países europeos (incluyendo las afectadísimas Italia y España) entraban en cuarentena y se sumaban a una veintena de provincias y países enteros que adoptaban esta medida alrededor del mundo. Para fines de Marzo la mayoría de occidente ya estaba confinada a su hogar.
La cuenta que se hace es simple. Se calcula cuántas veces entran los 27 casos del 1 de Enero en los 168.000 que había el 15 de Marzo, obteniendo 6.222 veces como resultado. Se extrapola ese número, hasta un período similar (del 15 de Marzo al 1 de junio) y el resultado que nos da es 1.045.333.333 personas, la población de todo el continente americano. En el mundo real de las cuarentenas, para el primero de junio teníamos algo más de 6.000.000 de contagios globales, más o menos los habitantes de Nicaragua. No creo que haga falta repetir el proceso con los muertos, para contar cuántas vidas se salvaron gracias al miedo.
Así que, pese a los rechazos que le tengamos a este sentimiento tan primitivo, esta vez hay que anotarle un porotito.
Bahía Blanca, la tensa calma de la covid
En la ciudad todo parece tranquilo. No hay casos desde hace 8 días y todos los focos parecen controlados. Se puede ver en el gráfico como la línea azul, correspondiente a los casos resueltos, va alcanzando paulatinamente al trazo rojo, que indica los contagiados.
A nivel cuarentena el anuncio de cambiar de «aislamiento social» a «distanciamiento», determinado por los gobiernos nacional y provincial, está avanzando a un paso muy acelerado, como pretendía el municipio. Quizás, volvemos a opinar desde acá, demasiado acelerado. Quedará por ver cuál es la reacción del pueblo y los ejecutivos de los tres niveles si aparece un nuevo brote inesperado.