I
Un cambio de turno más en las cabañas Arroyo Uhueco. A mitad de camino entre los francos semanales de Cristian, que baja del departamento construido sobre la recepción. El último botón de la camisa se lo abrocha, sistemáticamente, a seis escalones del piso. La campera lo espera en el perchero de abajo, como todos los días. Su pelo castaño claro revolotea en su cabeza pero es demasiado escaso como para considerarse despeinado.
En la recepción, el plantel está completo. Mario, uno de sus jefes, acaba de cumplir, con la bajada de Cristian, sus ocho horas reglamentarias. Luis, su otro jefe, trabaja en la pequeña oficina escondida tras la barra de la recepción, con sus ocho horas diarias in media res.
El esquema en Uhueco era el mismo desde que Cristian llegó, hace un año, a la tan pujante como pequeña localidad de Alumapu para hacer la temporada baja. El tiempo pasó y se llevó ese invierno, y luego la populosa temporada alta y, ahora, nuevamente, llegaron los otoñales comienzos del receso turístico. Cristian, sin rumbo, se fue quedando en Uhueco y no parece tener mucho plan de irse.
Incluso antes de que él viniera, el esquema era el mismo. Un empleado y Mario se dividían el horario en que la recepción estaba abierto (de 7:30 a 23:30) y Luis cumplía ocho horas como él quería dentro esa franja, con responsabilidades más administrativas, y haciendo de líbero, si algún problema superaba al recepcionista de turno.
También, ocasionalmente en la recepción, está Freddy, de mantenimiento, con su habitual forma de hablar: palabras argentinas ecualizadas con su entonación paraguaya. Como es su costumbre, le intenta dar charla a Mario y así retrasar el follaje del enorme jardín del predio. Es otoño y, todos los días, miles de hojas nuevas amarillan el suelo y hacen rezongar a Luis, que dice que las hojas se mojan, quedan feas, largan olor y espantan a los clientes. Freddy no rezonga, pero evita hacer el trabajo mediante todo tipo de maniobras.
Cuando Cristian atraviesa la puerta de la recepción, Freddy está divulgando no sé qué acuerdo espurio, entre la municipalidad y el dueño de la única empresa de taxis de Alumapu para construir un casino. El más grande de la Patagonia, según Freddy.
Al ver a Cristian, Mario se abalanza sobre él con exagerada alegría. Ya no sabía qué hacer para que Freddy se calle y se ponga a laburar.
A Mario le chupan un huevo las hojas y no le importaría quedarse horas hablando con Freddy. Después de todo, el paraguayo es muy interesante de escuchar. Había tenido una formación de prestigio en Asunción, hasta que se enamoró y abandonó todo para venirse a la Argentina. No leía un libro ni a punta de pistola pero tenía un ojo curioso, una mente ágil y mucha imaginación. También había tenido una vida intensa y variada que le permitía hablar de casi cualquier cosa.
Una vez, en pleno mambo canábico, Cristian lo había definido como una enciclopedia sin nombres. Y Freddy era así. Podía hablar de un fenómeno solar o de la plaga de un árbol pero nomenclando todo como “el coso ese” o “el bicho aquel”.
Pero, en ese momento en la recepción, Mario no está preocupado por Freddy ni por las hojas, sino por los oídos atentos de Luis del otro lado de la puerta de su oficina. Si bien son socios igualitarios y ninguno es jefe de ninguno, Mario sabe que su estructurado compañero tiene un humor muy volátil cuando de desobedecer órdenes se trata y, ese día como la mayoría de los días, prefería no desestabilizar ese organigrama emocional.
Los dos socios, o Mario y Luigi, como les decían, cumplen una dupla perfecta. Luis es ordenado, limpio, abstemio, preciso para los números, de memoria implacable y con una búsqueda, rayana a la obsesión, porque los demás lo consideren el ser humano perfecto. Mario, por su parte, era todo lo contrario. Sin embargo, si Luigi era el responsable de coordinar, administrar y hacer funcionar las cabañas “Arroyo Uhueco”, Mario era el que hacía del complejo un lugar único.
Luis hacía que las paredes y las maderas estuvieran ahí, en forma de cabañas, pero Mario les daba vida y no había una sola crítica en Trip Advisor, o donde sea, que no resaltara la atención, la cordialidad y el hermoso clima que se respiraba. Ambos valoraban a su socio como parte de Uhueco y ambos sabían que, sin el otro, estaban fritos.
Sin embargo, la llegada de Cristian no interrumpió el discurso de Freddy, que ahora divaga por unas cascadas de piedra que supuestamente iban a construir en el salón de la ruleta.
Afuera, imprevisto e impecable, un Audi A4 B8 gris, de vidrios polarizados, patente del Mercosur de ese año, estaciona frente a la entrada y los tres se miran en silencio.
Hasta Luis sale de su bunker para ver qué está pasando.