Hace un tiempo discutía con mi novio, que es de Buenos Aires, que un aspecto crucial de mi identidad haber nacido en la Patagonia. No existe un yo rosarino, ni cordobés, ni porteño. Soy así porque nací en la Patagonia, y el resto de las cosas son agregados que dan sabor. Con esto no quiero decir que todas aquellas personas que nacieron en la Patagonia sean iguales, pero para lo que es mi personalidad, mi forma de ser y mi forma de pensar sí es importante.
Sumado a esto, nací en un sitio que tiene fama de o ser la capital nacional del hippie o de estar lleno de magia y naturaleza. «El Bolsón, mágico y natural». Entonces, ser de Bolsón puede implicar una de las siguientes aristas: ser hippie, ser un hobbit o ser ambas. O en todo caso un mago medio viejo y medio sucio que deambula por ahí rayando puertas. También puedes ser duende, pero mis opciones me gustan más.
Y por último, que la región donde ha transcurrido el noventa y cinco porciento de mi vida se llame «La Comarca» no hace más que inspirar a ver esta cordillera como las Montañas Nubladas, e ir diciendo mellon frente a cada paredón de piedra con forma rara. Quizás algún día…
Así, también, siempre creí que había una conexión especial entre mi Comarca y la Comarca del señor Bolsón. Es decir, que lleven el mismo nombre y sean paisajes muy parecidos no podía ser casual. En algún lado se tenían que esconder las guaridas hobbit, y algún día iba a llegar ese mago a pedir que no tiremos fuegos artificiales porque podían provocar incendios.
Con esto dicho, pasemos a lo importante.
Fui a una secundaria alejada de todo. La escuela estaba en el punto medio entre dos pueblos y, como tal, la urbanización más cercana se ubicaba a al menos a cinco kilómetros. Esa escuela, también medio metida en la ladera de una montaña, se rodeaba de bosque por un lado, y por el cerco vivo del vecino rico por el otro. Este cerco estaba hecho de una planta que nuestra profesora Dolores nos dijo hasta el hartazgo que se llamaba piracanta y no de la otra forma, y tan bien nos inculcó este conocimiento que jamás supe el otro nombre. Y entre estas piracantas podadas en cuadrados había murras (que es una especie de zarza que da una especie de frambuesa que no es frambuesa, en realidad es un fruto muy distinto pero se ve muy igual) y ciruelos. Recuerdo que en los recreos íbamos a comer bayas ahí, aunque ese área estaba prohibida. Y, metiéndome cada vez más en este laberinto descriptivo, estos árboles de ciruela estaban muy mal podados, con decenas de «chupones»¹ en miniatura que, en aquella mañana soleada de otoño helado, estaban descongelándose de la helada. Y este árbol se encontraba a escasos metros de la ventana de segundo año división «A».
Dentro de ese aulas me sentaba yo, en la mesa de adelante junto con mi entonces mejor amigo, después novio. No sé en qué clase estábamos, seguramente matemática porque me aburría muchísimo. Él estaba del lado de la ventana y yo del lado de la puerta.
Mientras mi cabeza volaba entre teorías sobre la nueva pared de piedra que había encontrado en la montaña frente a casa y qué tan probable era que el Balrog salga de ahí sin la contraseña, él me tocó el hombro para llamar mi atención justo cuando estaba por encontrar la respuesta a mi disertación. Me giré, algo enojado por la distracción. Él me miró y me dijo en voz bajita:
– No te muevas mucho que la vas a espantar, pero afuera hay un hada.
– ¿Qué? Las hadas no existen.
Y ahí me señaló la ventana.
Y ahí estaba.
Brillando como una estrella justo encima de un diminuto chupón de ciruelo. Tan pequeña y más luminosa que el propio sol. Recuerdo que encandiló mis ojos, que empezaron a lagrimear de emoción. No podía creer estar viendo algo tan mágico.
Era un hada que estaba dejando que la veamos, porque eso hacen las hadas. Seguro estaba sonriendo, juguetona, al ver mi cara transformarse desde la amargura de un adolescente cuyos padres se están divorciando a la más radiante sonrisa. Juraría que estaba ahí, sentada sobre esa ramita, con las piernas cruzadas y sus alas en descanso, agitando los piecitos mientras se desperezaba.
La saludé con entusiasmo mientras la luz titilaba sobre la ramita.
Me quedé mirando la ventana sin pestañear, por varios minutos, pensando que si mis ojos se cerraban aunque sea por un instante la perdería para siempre. Y un poco así fue.
El sol se ocultó tras una nube instantes después y, de la misma forma que se extinguió su luz, se fue el hada. Quiero creer que me saludó cuando se fue volando, volviendo al reino feérico y dejándonos ese regalo. Quiero creer que sabe lo que hizo para mí en aquel momento.
Ya han pasado diez años desde ese día, y todavía hoy recuerdo a ese hadita que se pasó a saludar.
Las malas lenguas dirán que era una gota de rocío bajo la luz del sol, pero yo siempre voy a saber que era un hada de La Comarca, que se pasó de realidad por un ratito.
¹Se llama así a las ramas de los árboles frutales, normalmente los de la línea de los manzanos, durazneros, perales, ciruelos y todo lo que tenga fruta de pepita (como la manzana) o de carozo (como las ciruelas), que nacen de la rama principal «hacia arriba» y se preparan para dar fruta. Lo recomendable es cortarlas, ya que «gastan la energía» del árbol en crear ramas nuevas y no en florecer y endulzar la fruta de ramas ya existentes.