El oficio del fotógrafo es capturar momentos en el tiempo, momentos que se podrán ver y recordar en la posteridad, pero por sobre todo ver. Aquellos que no conocen la historia de aquella fotografía, de las circunstancias en que fue tomada o quiénes son los protagonistas de la misma, verán en ella una imagen estática, congelada en un tiempo que ya no existe. Y, pese a que algunas fotografías puedan transmitirnos sensaciones o emociones, no dejan de ser imágenes estáticas del tiempo, pequeños fragmentos de espacio capturados mientras dure su elemento.
En este sentido, quiero ubicar a Antonio Machado como un fotógrafo, pero que ha trascendido los límites de la imagen estática. Machado es un fotógrafo de sensaciones, de emociones que, pese a que se aten a tiempos que ya no existen, siguen presentes en ese lugar y en ese tiempo. Retratar estas emociones es, en cierto modo, imposible para el humano. El desorden caótico de la mente no es traducible, exactamente, a los medios con los que cuenta el artista, ya sean visuales o líricos. Sin embargo, Machado no deja de intentarlo, a sabiendas que esto es insuficiente.
Así, en este trabajo quiero proponer al autor como un fotógrafo de postales, pero postales que retratan un momento emocional en el autor, y no tanto espacial. No obstante, la noción espacial no está separada del ámbito emocional, puesto que la tenue y concisa descripción de estos lugares es el pilar de la emocionalidad presente.
En este análisis me centraré principalmente en una selección de los poemas de Soledades, escritos entre 1899 y 1907, Del camino, y el ensayo de Carlos Bousoño El símbolo en la poesía de Antonio Machado.
En primer lugar, es menester resaltar el inconfundible carácter espacial de los versos del poeta. En cierto sentido, parece que sus palabras hacen referencia al mismo lugar, por la repetición de elementos, pero, al mismo tiempo, este lugar jamás es el mismo. Normalmente, muchos de sus poemas describen una plaza rodeada de árboles con una fuente de piedra (o algún tipo de piedra).
Transcribo a continuación algunos pasajes con el fin de ilustrar esta conjetura:
Fue una clara tarde, triste y soñolienta
tarde de verano. La hiedra asomaba
al muro del parque, negra y polvorienta…
La fuente sonaba
Otro ejemplo:
A la desierta plaza
conduce un laberinto de callejas.
A un lado, el viejo paredón sombrío
de una ruinosa iglesia;
a otro lado, la tapia blanquecina
de un huerto de cipreses y palmeras
Otro:
¡Verdes jardinillos,
claras plazoletas,
fuente verdinosa
donde el agua sueña,
donde el agua muda
resbala en la piedra!…
Otro ejemplo, perteneciente a la sección Del camino
Las ascuas de un crepúsculo morado
detrás del negro cipresal humean…
En la glorieta en sombra está la fuente
con su alado y desnudo Amor de piedra
que sueña mudo. En la marmórea taza
reposa el agua muerta.
En este sentido, es interesante pensar cómo el mismo sitio, en caso de tratarse del mismo, cambia según la visión que el poeta le imprime con sus palabras. Así, cada vez que escribe sobre este lugar, pese a que algún elemento cambie, el autor se fija en distintos aspectos del entorno natural, en pequeños detalles que, sin ser fruto del azar, sirven para detallar y realzar la emoción y sensación.
Sin embargo, estas descripciones no son simplemente retratos de aquello que ve el autor, sino que reflejan, también, y de forma explícita y subliminal al mismo tiempo, aquello que estos paisajes producen en quien escribe. Cual espejo tiznado por el humo de una hoguera, los ojos de Machado muestran un mundo gris, frío y estático en su movimiento.
Esta última frase es adrede. Aquello que luce estático, inanimado, en realidad está siempre acompañado del movimiento de la soledad. La desnudez del paisaje frente al silencio humano deja ver y escuchar los propios sonidos de la naturaleza, única compañía de un escritor solitario. Bousoño (1962) detalla que la descripción de estos paisajes silenciosos viene acompañada del sonido del viento (Y todo el campo un momento / se queda mudo y sombrío / meditando. Suena el viento / en los álamos del río) o del agua (¡El jardín y la tarde tranquila!… / Suena el agua en la fuente de mármol). Así, en este lugar, la desolación deja lugar a una soledad tan intensa como el humano es capaz de percibir, y en esa absoluta soledad surgen los elementos aislados, en verdad siempre presentes, pero siempre ignorados. La quietud aparente deja lugar a un mundo de movimiento imperceptible o intrascendente para la vida
Según Bousoño, el sonido del viento o el murmullo del agua son símbolos de silencio y de soledad, pero una soledad tan devastadora que su única compañía posible es lo ignorado.
Siguiendo esta línea, Bousoño propone que el símbolo de Machado es bisémico, es decir, en el símbolo pueden coexistir varios estratos de realidad que se superponen, dejando lugar a múltiples interpretaciones. Pero estas interpretaciones, según el ensayista, son conducidas por el autor. Además, las interpretaciones pertenecen a los estratos de realidad que, aunque superpuestos, se lucen simultáneamente. Para Bousoño, esta tarea se contrapone a las reglas mismas de la lengua, donde todo debe exponerse en una sucesión de elementos, pero Machado logra trascender estos límites a través de su uso del lenguaje, y del símbolo bisémico. “Destruye”, modifica la lengua a su gusto.
Así, en un primer lugar, se encuentra el paisaje, la naturaleza y lo visual. Los elementos recurrentes del autor, los sustantivos. Luego, se halla una noción emocional relacionada inmediatamente con este paisaje, la melancolía y la tristeza, la angustia y el dolor. Finalmente, la muerte.
Fue una clara tarde, triste y soñolienta
tarde de verano. La hiedra asomaba
al muro del parque, negra y polvorienta…
La fuente sonaba.
Rechinó en la vieja cancela mi llave;
con agrio ruido abrióse la puerta
de hierro mohoso y, al cerrarse, grave
golpeó el silencio de una tarde muerta.
En el solitario parque, la sonora
copla borbolleante del agua cantora
me guió a la fuente. La fuente vertía
sobre el blanco mármol su monotonía.
Este poema, para el ojo inexperto, podría tratarse de una mera descripción de imágenes acompañada de una acción. Sin embargo -y con esto quiero volver a la tesis original de “postales”- esta descripción, cual filtro de fotografía, tiñe a las imágenes de una impronta gris, vieja y triste. Una impronta donde el mundo está extinguiéndose, muriendo de una forma lenta pero inexorable. Monótono, gris, silencioso, apagado (o apagándose). Puertas por tanto tiempo quietas que el moho ha crecido en el hierro antes lustrado. Las paredes sin cuidar, cubiertas de hiedra, cubierta de polvo. Todo sumergido en la quietud de la inacción, del no hacer y del dejar de existir.
Según Bousoño, una imagen de pesadumbre, de muerte. Machado escribe sobre el mundo que talla su propio cementerio. Pero no es el mundo quien muere en estos versos, sino él.
Donde otros verían la vida de la hiedra y el movimiento alegre del agua cantarina, cuya canción llena los espacios con cierta luz, el poeta ve la quietud, la pesadumbre y el abandono. La lente de Machado tiñe todo de un tiempo que ya no es y que ya no será, pues ha muerto. La lente de Machado es la melancolía y la nostalgia.
Sin embargo, esta no es una nostalgia de extrañar aquello que ya no está, sino de extrañar aquello que está pasando y que no podrá recuperarse. Machado ve y se angustia por el paso indetenible del tiempo, que todo lo arrasa, todo lo deteriora y todo lo destruye. La gloria de la fuente ahora reside solo en un recuerdo lejano, la belleza de las paredes se esconde bajo la hiedra polvosa, y el verano que se extingue en una tarde ya muerta, acabada.
El blanco del mármol no representa, como cabría esperar, la pureza. Este blanco es viejo, agrietado y contaminado por el tiempo. Lleva a pensar en lo viejo, en lo estático. En una estatua abandonada, cuyo esplendor se ha perdido por los años de lluvias y pájaros.
Y solamente con el uso de esos adjetivos grises, monótonos y soñolientos, Machado imprime su emoción en la postal. Es la imagen de un paisaje congelada en el tiempo, pero una imagen mental, sentimental de ese paisaje.
Quizás esta es la única forma de retratar la pesada angustia de la extinción inevitable. Quizás esta es la única manera de aproximarse a esa melancolía siempre presente que sustituye, a veces, el miedo a la muerte. Quizás esta es el único modo de explayar aquello que destruye el pecho de quien lo siente, pero que no es visible para los ojos.
Machado escribe postales de emoción, recuerdos de sensaciones de soledad, y el miedo, incluso terror, a la muerte del presente. Imprime en delicadas hojas cargadas de palabras aquello que ve a través de ese filtro de melancolía por el presente.
Para intentar explicar mejor este concepto, analizaré el siguiente poema: XXIV, de la sección Del camino.
El sol es un globo de fuego
la luna es un disco morado
El autor construye su imagen circundante de una forma directa. El sol, en su esplendor, se opone a la opacidad de la luna, quien ostenta un color melancólico. No es negro, no es azul, no es rojo, es morado. La mezcla perfecta entre la tristeza (el azul) y la pasión (el rojo) deja como resultado a la angustia, al dolor. Es la contraposición entre la vida y la lenta e inevitable muerte, o, incluso, entre la brillantez de la vida y el lento camino hacia la muerte, hacia lo apagado. Y en el medio de ambos el crepúsculo, el día que se extingue, que se apaga. La noche, la oscuridad que toma lugar y que todo lo abarca. Y en este ciclo infinito, el tiempo que avanza.
Una blanca paloma se posa
en el alto ciprés centenario
Insiste de nuevo en una contraposición. La paz, la belleza de esa tranquilidad tan buscada en tiempos de batallas y sangre, que se posa en el árbol de los cementerios, alto, imponente y viejo. La libertad del vuelo de la paloma y la quietud del amarre enraizado del árbol, quien vive y vivirá más que la paloma. La paz se posa en la muerte, después de acabar su vuelo. ¿Solo en la muerte se halla la paz?
Los cuadros de los mirtos parecen
de marchito velludo empolvado.
Y el jardín, extinguiéndose bajo la luz del día y la noche, como un contorno borroso de lo que una vez fue. Lo marchito, muerto, a punto de desintegrarse toma el lugar de la vegetación de esta estancia, cada vez más apagada. Nuevamente el polvo, la quietud, aparece en los versos del poeta. El polvo que se asienta en lo estático y abandonado, en lo que ya no sirve.
¡El jardín y la tarde tranquila!…
Suena el agua en la fuente de mármol.
Finalmente, “la tarde tranquila” en la soledad de la melancolía. El silencio solo deja lugar para el sonido del agua, como bien explicaba Bousoño, al sonido de la soledad. Un jardín apagándose, donde solo puede oírse lo que seguirá ocurriendo a pesar de todo. El correr de un río, una ráfaga de viento, el agitar de las hojas. El crujir de los semilleros en verano.
Sonidos de soledad marcan la poesía de Antonio Machado. Sonidos de inmovilidad, de pesadez y de muerte.
Estos versos retratan un paisaje detenido en el tiempo, donde solo se oye el correr del agua. Todo lo demás está suspendido en un tiempo cuasi onírico, cargado tenuemente de colores melancólicos, en el principio de la ruina anunciada.
Y describiendo esta escena, Machado nos aproxima a su maravillosa mente y a su más terrible preocupación: el tiempo. Nos escribe una postal de su sentir. No necesita, siquiera, nombrar una emoción para que el lector las encuentre allí, en su simpleza. El paisaje ruinoso es su melancolía, su tristeza, que impregna todo cuanto ve. Melancolía que se extiende lentamente, como aceite derramado, hasta cubrir toda la superficie.
Quizás, otro artista vería en esta escena lo contrario. La paloma que se posa en un simple árbol para volver a desplegar sus alas, el cantarín ruido de la fuente que anuncia su permanente deseo por seguir. Pero Machado no, el poeta encuentra en todo esto la quietud propia de la extinción.
Y no se podría llamar a esto nostalgia, porque no es nostalgia de lo que era y ya no es, sino preocupación por lo que se es y ya no se será. Preocupación por lo que se extingue y hay que retratar, que hay que recordar, aunque sea en una pequeña postal.
Bibliografía:
Bousoño, C. (1962). Teoría de la expresión poética. Editorial Gredos.
Machado, A. (1969). Antología Poética. Salvat Editores.