Hace dos años me anoté en un encuentro de poesía dónde la temática elegida era lo monstruoso, el monstruo. Nos presentaron diferentes autoras con sus grandes textos y sus objetos de estudio me parecieron pequeñitos. Eso no me asustaba, eso no me daba miedo.

La verdadera peli ya había comenzado antes de que supiera la propuesta de escritura. Me tocaba escribir sobre él. Me tocaba pensarlo. La vida me lo había traído para que lo sintiera. Sintiera que no quiero pensarlo. Pensara que no quiero recordarlo.

Al momento de compartir, escuché a mis compañeras y sus grandes palabras, sus magníficas creaciones.

Cuando fue mi turno, me dieron vergüenza mis dos oraciones. Solo pude escribir que sostenía un pedazo de torta, esperando un taxi, detrás de un vidrio de un edificio cualquiera.

Cerré mi turno comentando:

<No sé que mierda escribir. Solo sé que el fantasma sigue adentro. No sé en dónde. No sé cómo. Las letras no consiguen empujarlo. Quiere enterrarse ahí y yo voy a dejarlo.>

El silencio se hizo concreto en el tiempo, la clase terminó. Me quedé con mis líneas, mi monstruo, la oportunidad de la luz en otra casa, el vacío quebrándome el pensamiento, la sensación de haber perdido.

Hoy me permito perder todo el tiempo. Hoy perder no significa nada.

A si que, les voy a regalar un fracaso escorpiano del 2020, editado bajo la energía opuesta, luego de haberme trepado a las paredes y haber gateado por el techo,

descubriendo que ambas son el suelo.

Parece que hoy es el día

***

Monstruo

   Un pedazo de torta sobre una servilleta en la mano. Tocan bocina. Acá digo que me abraza una amiga pero no es cierto. Siento el calor de un cuerpo. Se acerca, se aleja. Cruzo el vidrio, abandono la falsa seguridad de lo conocido y me meto en el taxi.

Tomo muchos taxis. Tomo siempre el mismo. Tomo otros, distintos.

El empedrado platense resuena en mi cuerpo como un susurro violento, sin embargo es lo más tierno que percibo adentro. Después viene el bondi, el subte, el tren, camino, corro, pienso, mis piernas se mueven, me quedo quieta, existo, no estoy. Igual siempre llego. Perdí la torta o me la comí. Veo un rastro de dulce de leche en una uña y chispea un instante real. Lo chupo. Lo quiero borrar.

Él me espera en ese monstruo de ochenta pisos. El balcón no da a la calle pero sí que me mira. Me siente. Me guía. Me dice qué hacés ahí parada nena, entrá. Me dice, no seas ridícula la gente te mira, pasá. Me dice; la torta engorda nena, mirá como estás.

Las personas entran y salen del monstruo. Sombras caras, llenas de bolsas del super interno del monstruo que tiene cosas que los otros mercados nunca tendrán. Ostentan marcas de otros idiomas con precios de otros significados. Algunas sombras tienen perros de otros planetas, portan ropas que creen les hacen volar. Tienen miradas perdidas pero las camuflan con mucha seguridad.

Me dice, dale nena, pasá o no vuelvas nunca más.

Las puertas del monstruo son la prueba de la verdad. Cuando me reflejo en ellas, se abren y me dejan pasar. Soy una sombra más. Con paso seguro, saludo al de seguridad, me llama por un nombre que, tal vez, por un segundo, me trae el recuerdo de un cuerpo. Un cuerpo sin la garganta rota, con los pies contentos.

El monstruo abre el ascensor que me toca. Es el zafiro. Es el azul. Sube hasta el 22. El monstruo es irónico. Me deja afuera. Me deja a unos pasos. Miro mis manos antes de entrar. Me babeo todos los dedos, no quiero dejar rastro de ningún hecho.

Borro. Borro todo.

Entro. Salgo. Me quedo. Me voy.

Soy una sombra en un monstruo.

Me borro. Borro todo.

No soy.