Para aportar a la diversidad de mis publicaciones, hoy les traigo una serie de cuentos que realicé para mis prácticas docentes. Estuvimos aprendiendo las características del cuento maravilloso, cuento realista y cuento fantástico, por lo que escribí relatos breves para que pudieran reconocer cuál es cuál. ¡Espero que les guste! Y si puedo contribuir a alguna clase, bienvenidos sean en tomar los relatos que les sirvan.

(Fotografía: Trent Parke)

HIROSHAM

En las tierras de Kazujum – un pueblo oculto por la niebla hace muchísimo tiempo – vivía el guerrero más valiente del mundo. Se llamaba Hirosham y era tan fuerte como la misma espada con la que peleaba. Su deber era proteger las puertas de Kazujum y ningún monstruo había podido todavía atravesarlas. El guerrero se caracterizaba no sólo por su velocidad y la precisión de sus golpes, sino que era reconocido porque no tenía miedo a nada.
Sin embargo, un día inesperado, todo cambió. De las flores nacieron los hombres-serpientes. Hirosham, que nunca temía y nunca gritaba, vio como los cuerpos escamosos se deslizaban por la tierra tan rápido como una tormenta, y lloró. Nadie era tan veloz como él. ¡Ni tan fuerte! Pero aquellos seres horrendos lo habían asustado a tal punto que escondió su cabeza entre las rodillas, sin saber qué hacer. Los hombres-serpientes querían invadirlo todo, desde las casas de madera hasta las torres de piedra.
Entonces, algo milagroso sucedió. De las lágrimas de Hirosham surgieron lagunas inmensas, tan grandes y profundas, que se convirtieron en ríos caudalosos y, finalmente, en mares. De esta manera, los hombres-serpientes cayeron en las lágrimas de Hirosham y nunca pudieron atacar las puertas de Kazujum.

UNA CHICA DE RÍO

Les voy a contar una historia de algo que me sucedió hace mucho tiempo. Nunca se lo conté a nadie, así que ténganme paciencia si me olvido de algún detalle. Era el año 1990 y vivíamos con Paula, en una pequeña casa al lado del río. Nos habíamos mudado hacía unos meses por varias razones. En principio, ya no aguantábamos ni los ruidos ni el movimiento de la gran ciudad. Todas esas luces que parpadeaban constantemente y nos dejaban momentáneamente ciegos, las personas que corrían y chocaban a toda persona que estuviera en su paso, los automóviles violentos tocando la bocina y asustándonos al cruzar la calle. En fin: era demasiado para nosotras, por lo que decidimos agarrar las maletas y escaparnos a la vieja casa de los papás de Paula, a orillas del Río Paraná.
Allí nos esperaba el jardín más hermoso que alguna vez había visto. Las magnolias recién florecían y las hojas de los árboles se empezaban a teñir nuevamente de verde, ya que esto que les cuento pasó a finales del invierno. El sol quemaba suavemente nuestras mejillas y sonreíamos todos los días, como hacía tiempo que no lo hacíamos, puesto que creo que la ciudad se había robado la mayoría de nuestras energías. Especialmente a Paula. Se la veía tan libre, tan contenta. Ojalá hubiera estado así para siempre…
Pero una tarde, Paula salió al jardín. La vi por la ventana, mientras arrancaba unas magnolias, y me sonrío por última vez. Me señaló hacia un lugar que no podía ver y supuse que era el río. Teníamos la costumbre de nadar juntas al atardecer, pero esa tarde me quedé. No sé porqué.
Y Paula nunca más volvió.
La falta de respuestas me trastornaba. Empecé a temerle a la idea de olvidarme de su rostro. Todos los días veía nuestra foto colgada en la heladera, de aquella última vez en Buenos Aires.
Y un día, la policía llamó. La habían encontrado. Del otro lado de la orilla, estaba Paula recostada sobre el césped amarillo con una magnolia en su mano. Ahora, el sol no quemaba sus mejillas, sino que lo hacía con la mayor intensidad posible para devolverle el color.
Finalmente, decidí volver a la ciudad. No podía quedarme allí, rodeada de sus flores favoritas

2004

En invierno de 2004 viajamos a la Patagonia. Allí nevaba fuertemente, como si los copos de agua congelada quisieran destruir nuestras manos, que se enfriaban y raspaban como si no existiese el calor. Habíamos planeado por meses estas vacaciones, por lo que cuando llegamos a la cálida cabaña de Bariloche nos sacamos una fotografía todos juntos: Pachi, Marcos, Viviana y yo. Todavía usábamos la vieja cámara de rollo heredada del tío Sasha: una kodak negra estropeada en los bordes y consumida por el tiempo. Aun así, funcionaba de maravilla.
Fue así que nos paramos delante de la puerta de la cabaña, con el bosque inmenso rodeándonos. Los arrayanes crecían por todos lados e invadían toda la tierra, haciendo difícil que encontráramos un espacio donde ponernos sin que nos pincharan las ramas. De alguna manera, todos juntos nos acomodamos. Entonces, el click.
Una luz blanca se disparó sobre nuestros ojos, dejándonos la vista borroneada por unos segundos. Unas sombras humanas bailaron y desaparecieron frente a mí, escondiéndose en el bosque. Sin embargo, pensé que había sido producto de mi imaginación: no había nadie más que nosotros. Pero recuerdo que en ese momento, mientras la visión se reacomodaba, sentí que la piel se me erizaba. Era una sensación distinta a la del frío que estábamos sintiendo. Era como si el cuerpo me diera señales de alerta, un estremecimiento que me avisaba que corriera, que escapase de allí.
Me quedé sumergida en ese sentimiento hasta que la risa de Pachi me hizo volver a la realidad. No había nadie allí más que nosotros. No había nada de qué preocuparse. Me trataba de convencer a mí misma que las sombras que había visto no era más que el deslumbre de la luz de la cámara.
Estuvimos una semana en el bosque y nos divertimos un montón. Quizás hubieran sido las mejores vacaciones de mi vida sino fuera por aquello. No pensé más en las sombras hasta que volvimos a Bahía Blanca. Una tarde, después de la oficina, fui a revelar las fotografías del viaje. Las primeras que habían impreso eran las últimas que habíamos sacado. Viviana en la ventana, con los copos de nieve cayendo lentamente. Pachi y Marcos tocando la guitarra frente al fuego. Un retrato mío frente al espejo del living. Todas eran hermosas, sinceramente. Excepto la última.
La última foto tenía el borde izquierdo quemado. Era la imagen de nuestra llegada, de nuestro primer día en la cabaña. La observé por un tiempo y la dejé caer instantáneamente, invadida por el miedo. Allí estábamos Pachi, Marcos, Viviana y yo, cansadísimos del viaje. Pero en las ramas infinitas de los arrayanes había dos sombras de aspecto humano, sonriendo burlonamente y con los ojos rojos, como un mal efecto de la cámara. Incendié la foto y nunca más volví a hablar de eso.