«Considerando inútil el trotar por las calles concurridas, se desvió lentamente hacia los arrabales, siempre regresando a ver a los transeúntes, saludando con voz temblorosa, deteniéndose a trechos sin saber qué hacer, como los mendigos».


Empecé a escarbar entre las uniones de mis dedos del pie. Horadé la carne y llegué hasta algo blanco que parecía hueso, o cartílago. Con los pies así, salí a caminar. Al principio me dolió, pero, cuando me acostumbré, la única señal de mis heridas era el rastro de sangre que dejaba en la vereda. No sé cuántos litros de sangre hay que perder para quedar inconsciente. Tampoco podría precisar el tiempo que caminé. Llegué a un lugar que no me era familiar y me desperté sin saber por qué. No había nadie alrededor, debería haber muerto. Pero nadie se murió por una herida en los pies, y me di cuenta de que estaba exagerando.

Comí crustáceos crudos para calmar mi sed. Fumé un poco de tabaco rancio y, cuando quise levantarme, noté que me faltaban las piernas. Me arrastré hasta la salida más cercana, o lo que intuía como una salida por la luz que se colaba a través de una abertura vertical, como un tajo en una caja oscura. Cuando me atravesé en el haz de luz, vi la sombra de un hombre alto con sombrero. Salí corriendo y, cuando vi que la sombra me seguía, me di cuenta de que era yo.

No quise asustar a nadie y me metí a la cama en silencio. A mi lado había una mujer muy grande, tan grande que la cama parecía voltearse por su lado. No me dejaba lugar y traté de moverla, pero no tuve la fuerza. Quise verle la cara y me di cuenta de que era una pila de ropa y basura. Me levanté, cansado, y fui a afeitarme y lavarme los dientes para salir a trabajar.