Las hojas del calendario siguen cayendo, y continuamos separados.  

Vamos alternando, entre cuarentena, distanciamiento social obligatorio, modalidades…

Espacios rotos entre la gente.

Lo macro y lo micro se solapan, se funden.

Me doy cuenta de que la percepción del país, de mi querida Rosario, y de mi propia persona es similar.

Parecería que navegamos en forma conjunta por las etapas del duelo.

Allá, en el lejano y soleado Enero, donde arribaban las primeras detonaciones de la calamidad de nuestro tiempo, llamada cariñosamente covid.

“Es en China.”

“Está lejos.”

“Pobre gente.”

Pensamos que no iba a llegar. Pensamos que no era nuestro problema.

Con esa cosa tan argentina que tenemos, pensamos que íbamos a ser inmunes, qué íbamos a salir de esto intactos.

Cuando se posó en Europa y empezaron las muertes, más de uno tragó saliva, y la negación le abrió puertas y ventanas al miedo, para que ingresara a sus anchas.

Con todo lo rápido que es el covid para desperdigarse, no tiene forma de competirle a la velocidad de propagación del miedo.

Es como una avalancha.

Una vez que se inició, no hay fuerza de la naturaleza que la detenga.

El miedo hace que uno se vuelva egoísta.

Eso explica las kilométricas colas serpenteando en supermercados y farmacias cuando todavía se estaban barajando las cartas para organizarnos.

Eso explica los audios terroríficos que nos llegaban por whatsapp, anunciando el apocalipsis de la sociedad y la razón.

Eso explica que una botella de alcohol en gel pase a costar más que un plato de comida.

Personalmente, mi egoísmo me llevó a mirar hacia adentro. Mis viejos son grandes, con factores de riesgo. Mi hermana estaba bajo tratamiento oncológico.

Toda mi familia caía en la bolsa que los médicos sindicaban como “delicada”.

Confieso por acá, porque por otro lado no me animé, de que pasé noches durmiendo mal, bombardeado por la información y la desinformación, barajando escenarios oscuros a futuro.

Barbijos, mascarillas, guantes, alcohol, lavandina, jabón, varios pares de calzado, permisos impresos, permisos en el celular…

Todo para llevarle a mis viejos una compra del súper, para que ellos no salieran.

Controles, explicaciones, DNI, chequeos de temperatura, datos, conformidades, declaraciones juradas…

Todo para entrar unas horas al sanatorio donde estaba mi hermana y compartir una cena de hospital.

Nos acostumbramos a esto.

A convivir con restricciones.

A querer de lejos.

A contar un metro y medio a ojo, para no contagiar a los que más queremos.

Los casos se multiplicaban, el confinamiento se acentuaba.

Empezaron los ajustes laborales. Algunos con menos horas y menos plata, otros quedándose sin nada, otro reinventándose.

Se generaba la dicotomía de “estoy todos los días con los chicos” y “estoy tooooodos los días con los chicos”.

Empezaron los cursos de cocina, de manualidades, de perfeccionamiento.

Empezaron los tutoriales frenéticos de zoom, para compartir una llamada entre todos.

Empezó la escuela en casa, que desempolvó conocimientos para más de uno.

Empezó un cambio de paradigma. Comenzaron a repetirse palabras y frases que, hasta no hace mucho, se usaban excepcionalmente.

“Estoy haciendo home office.”

“Lo compré online.”

“Pedí comida por la app.”

Nos debatíamos entre la esperanza y la desilusión.

Nos volvimos expertos en analizar curvas de crecimiento, tasas de ocupación hospitalaria, comparativas entre ciudades, provincias y países.

Nos maravillamos ante las aguas claras de Venecia, los delfines en las costas del mediterráneo, la naturaleza reclamando el reino de cemento del hombre.

Nos volvimos pendientes de cualquier cambio en nuestro cuerpo, con la paranoia de una tos, de un dolor de garganta, o de una molestia muscular. Una línea de fiebre es el abismo.

Caímos, nos levantamos, nos volvimos a tropezar…

Me tocó despedir a mi hermana de la manera más íntima y dolorosa, en una tarde de otoño. La situación hizo que no le pudiéramos dar el cortejo que merecía por ser el ángel que era, pero las redes sociales se llenaron del amor que merecía. La gente buscó hacerse presente de la única manera que podía, y a pesar del espacio entre nosotros, fue una caricia al alma.

Semanas después, mi tía, que se disfrazaba de abuela de vez en cuando, también nos dejó, pero a ella se la llevó el virus. La última imagen de ella que vio mi mamá fue un saludo sonriente a través de una mascarilla de oxígeno, cuando ingresaba a una ambulancia.

Casos como este se repiten.

Familias que quedaron mancas. Amigos que no volverán a sentarse en la mesa cuando nos volvamos a encontrar.

Este período está lleno de tragos amargos. Ojalá seas una excepción si estás leyendo esto, pero es muy probable que, si las balas no te tocaron, casi con seguridad te pasaron cerca.

En un momento pensé que saldríamos de todo esto más fuertes. Renovados. Cambiados, pero para bien.

Todavía tengo esa esperanza, pero el sabor a hiel hace que ese sentimiento haya mermado. Siempre he estado más cerca del realismos que del pensamiento mágico o positivo, pero esta vez quiero creer.

Quiero “esperar” que las cosas se enderecen.

Espero que hagamos lo posible para mantener el agua clara.

Espero que hagamos lo posible por dejar de destruir la naturaleza.

Espero que no escatimemos un te quiero a destiempo, porque la vida no espera.

Espero que dejemos el egoísmo de una vez por todas, para ver sencillamente que no es por ahí.

Espero que las distancias se acorten para darle un abrazo a los que quiero, sin miedo de hacerles mal.

Espero que esta etapa que nos toca vivir desde adentro obre un cambio, que también tiene que venir desde adentro.

El futuro es una mañana cubierta de bruma. Se ven formas y luces, pero sin nitidez.

La vacuna está cerca, pero sin precisiones.

Ansiamos volver a la normalidad.

Ansiamos reunirnos.

Ansiamos el asado en familia, el fernet con amigos, el grito de gol en la cancha.

Ansiamos que los petisitos se pongan el guardapolvo y vuelvan al colegio.

Ansiamos pasar el mate en una ronda sobre el césped.

Cuando todo esto se acabe y la bruma se disipe, cuando el miedo haya sido vencido y caiga la última de las cenizas sobre el suelo, recién ahí podremos ver las verdaderas secuelas.

Será entonces el momento de reconstruir.

Espero que sea con buena voluntad.

Con humildad.

Con huevos.

Con fe.

Con ganas de mostrar las cicatrices.

Esto que nos pasa, tiene que ser una oportunidad.

Estemos a la altura.