Voy al este. No la ruta que,
según unos, sigue el Espíritu,
según otros, el Imperio, y el sol
en el cielo, según mis ojos,
sino el este. Al este. El rojecer
matutino de Oriente. Contrariar
la rotación de la tierra, su frenesí.
Hoy no. Tampoco mañana. Pero pronto.
El interior de Hagia Sofia, los puentes
de Budapest, la Acrópolis; más allá.
Los desiertos, la Ruta, la Seda; más acá.
Giza, el Jardín, el otro Jardín, la Agonía.
La Agonía. Como si no hubiera otra escena
que esa, duplicada, de quien acepta
el cáliz, dios u hombre, a su pesar
o con gusto. Como si no hubiera otro
origen, otro destino, que el este,
y algunos pozos, como algunas zarzas,
no tuviesen fondo. Mojar la pluma
sin saber cuánta tinta queda, o saberlo
y recurrir a las propias venas: buscar el sol
allí donde ya no está más. En el este.