Abelardo a Eloísa

Fuera de la abadía, un viento que no es viento
abate las encinas; hierve en las antorchas,
dentro de la abadía, un fuego que no es fuego.
Bien sabés qué es lo que se mueve,
qué es lo que impaciente impregna la noche
arrebatándosela al lobo y al cuervo:
no es Dios, ni el demonio, ni un Júpiter
espectral merodeando entre páramos.
La noche se fue en extinguir candelas;
la mente inerte, incapaz de leer una página
o hilar un pensamiento, pero qué me importan
Agustín y Aristóteles y toda su sabiduría
si seguirán ahí mañana, el año o siglo que viene,
para que el que quiera comentarlos lo haga
y derive una ética de su lógica, o una lógica
para su ética, lo que sea, algo que contemple
con minucia cada instinto de la bestia
y cada esfuerzo de la mente para refrenarla
o saciar el apetito de ambas. Perdoname.
Incluso el Evangelio me resulta extraño
cuando pienso en vos. Por suerte se acaban,
por fin, las noches y, aunque me vaya
con los puños todos llenos de aflicción
es bueno saber que mis trabajos terminan.
Dentro de poco es el oficio de maitines
y el nuevo día que quisiera no llegara;
mis hermanos, que gustosos me degollarían,
todavía duermen, varones tan santos
como el insigne Bernardo de Claraval.
Tampoco importa. No es él quien me lacera,
ni las antorchas de sus secuaces las que
me quitan el sueño. Es el filo de las horas
lo que corta mi carne, y es tu recuerdo
la piedra en que se afila este puñal
que sin distinguir entre sueño y vigilia
me hiere estando dormido o insomne:
corta igual, y yo sangro igual. Quise ser sabio,
y ahora gracias a tu tío por fin lo soy
―¡cómo me ha enseñado a sangrar, el imbécil!
Primero dejó su ovejita a cargo del lobo,
luego se escandalizó al morderla éste,
y finalmente, para rematar su estupidez,
le arrancó los colmillos cuando carecían
ya de filo, y sólo los empleaba en caricias,
tan fascinado estaba entonces con la ovejita.
Como si hiciera falta. Como hiciera falta nada
estando lejos de vos. Como si hubiera hecho
otra cosa, desde entonces, que alejarme más,
que sangrar más.
                                      Eloísa,
cuando me amaste fue en París, y yo era
un hombre pleno de vigor que reinaba
con dialéctica en la asamblea de los sabios
y con canciones en la multitud de los simples.
Perdido el vigor, también la multitud,
y cercado por Bernardo y sus secuaces
cada momento del día, hoy soy menos
que nada. Cada respiración se la arrebato
al silencio, y cada vez que despierto
me sorprende estar vivo ―y la sorpresa,
creeme, se parece más a un castigo.
Debiera sonrojarme al escribir todo esto,
pero dada mi condición carezco de escrúpulos.
Si te es necesario oírlo sí, te sigo amando,
pero es el mío un amor de espanto, que no podría,
sin sonrojarse, besar los pies del tuyo.
Contentate con el Paracleto y estas líneas,
y dejemos los fantasmas bajo tierra.
¿Cómo olvidar que te llevé a los hábitos
cuando todavía eras una mujer en flor
cuya sangre ardía, que te persuadí de encerrarte
en la religión, no pensando en tu felicidad
sino como quien destruye lo que no puede
gozar, celoso hasta del aire que respirabas?
Yo prediqué que no es la sangre en la hoja
ni la bendición en la boca lo que condena
al asesino o absuelve al sacerdote, sino
la bondad o perfidia en cada corazón,
invisible al hombre y evidente para Dios,
y sé bien qué pantano se revolvía en mi alma
ese día de verano. ¿No dijo San Pablo,
que aun si entendiese todos los misterios
y toda la ciencia, y no tuviese amor,
nada sería, y que el amor no busca lo suyo,
ni tiene envidia? ¡Y mirá, en cambio,
qué amor el mío, más parecido al odio
que al amor, un fervor egoísta y malsano
que quiso dejarte seca como una fruta
de la que se ha extraído todo el zumo!
¿Hace falta, decime, que esté muerto,
tengo acaso que ofrecerte mis cenizas,
para que veás la escoria que fui y que soy,
la piltrafa a la que te aferrás?
                                                            Eloísa,
entendeme: yo ahora soy un viejo débil
y mutilado; honrá tu amor y buscale
un mejor destino. Si es Dios enhorabuena;
si es otro hombre, a esta altura censurarte
sería una falta de caridad y un descaro:
¿cómo podría hablar yo de piedad,
de votos y deberes a Dios o a la Iglesia
arrastrando la penitencia que arrastro?
¿Querés que te la describa? No es linda, creeme,
apesta y tiene pus, y lo peor de todo
es que el dolor se vuelve cada vez mayor,
como si mi sexo ―mi daga, si me consentís
la vulgar metáfora― se hubiera invertido
y, erecto hacia adentro, rebanara mis entrañas.
Ya sé: es otra la daga que de hecho
me destroza, pero ya nada me queda;
desprovisto de fuerza y de otras cosas,
dejame al menos jugar con palabras. Nunca
serví para otra cosa, la verdad sea dicha,
y así habría muerto de no haber sido por vos
y ese breve período en que quise amarte,
en que ridículamente me creí un seductor
que tenía todo París rendido a sus pies.
Lo dijo el Predicador: Ciertamente
las muchas palabras multiplican la vanidad.
¿Qué más tiene el hombre?
Dolor.
Dejémoslo así. Que la imagen de mi cadáver
debilite tu amor, o fortalezca tu piedad,
o te haga ver por fin qué es lo que amás
cuando cometés la demencia de amar a un hombre.