Es invierno. Quizá nunca tuve conciencia de ello.
Pensaba a cada instante despertar
encandilado, y con sudor en la espalda.
Pero las hojas han caído, el mercurio ha caído,
y despierto no un peregrino que sigue su senda
sino un prisionero que golpea sus muros.

Dejarme atrás, dejar todo atrás,
y que el cielo se ocupe de su propia herida,
la ciudad trague su propio humo,
y el Leviatán muerda su propia cola,
sienta la herida y cese la quimera absurda…
¿Qué más quimérico que huir,
tomar el tren una noche de hielo,
cambiar la fragua por la ruta,
creer que en la estepa encontraré la calma
que rehusó prodigarme el cemento?

Calle Brasil. Parque Lezama.
Veo la Cruz del Sur y una luna inmóvil
harta de su errancia milenaria.
Veo abrigos en los bancos
mientras yo ofrezco mi piel desnuda.
Veo estatuas con ojos glaciales
y mi cuerpo empieza a petrificarse.

Pero en mis venas corre plomo fundido,
y mi memoria sabe de otros volcanes.

Y aunque no halle un sólo cerro a la vista,
y la estrella niegue que la sangre
que mana sin cesar me pertenece,
yo sé que el cielo no está tan lejos.