I

Era del año la estación perdida
–estación de amaneceres que no arden,
amenazas dudosas y adoquines húmedos.
Yo apuraba las noches en calles ignotas
y las ventanas que lentas palidecían
me hallaron sentado en plazas llenas
de troncos desnudos, jacarandaes vacíos,
viendo torres diluirse en cielos de metal,
en cortas jornadas que ansiaban tinieblas.

Largos ocasos contemplé en azoteas,
donde fui un olímpico y desprecié la ciudad;
fingido profeta, di vida a prodigios:
mis monstruos poblaron las calles.
Leviatán, sierpe infinita –la avenida
Rivadavia que se enrolla en sí misma– cíclica
progresión por aguas turbias como un alma:
praderas de asfalto, valles de cemento,
basura desparramada en cada esquina,
el aire frío que baja a los pulmones
y acelera los latidos; tales semillas,
¿qué frutos cabía esperar?

Cosecha maldita de nueces malditas,
y sin embargo denme esa cosecha,
saco de cenizas u olas de mar,
océano aciago de vientos glaciales
que por cañones de vidrio susurran: es hora,
hora de ajustar estribos y clavar espuelas,
hora de lobos, de aullidos que cortan el frío,
y sobre todo hora de olvido,
de trocar el alma en un poco de locura.

E ignoraba yo si la serpiente seguía
en muda acechanza mis pasos
trazando figuras en su aliento visible
o la ruta de ambos en espiral tendía
a recorrer la ciudad buscando el origen
–o, en su defecto, la salida. Bajo la llovizna,
antes que el crepúsculo active las luces,
una senda se disolvía en la otra.

¿Imitábamos acaso la danza
de reptil y felino y otras latitudes?
Latitudes que bien me conocen,
de lluvia horizontal, ríos verticales,
y lagunas de azufre en lo más alto.
Ahora no era yo la presa, ni ella mi némesis:
desterrados ambos, nos precipitamos
al fondo del invierno, saboreando
el frío en la lengua y en el alma,
buscando calor en la cacería
y en la quimera de agotar la ciudad.

Perdí su rastro una noche sin nubes
en un barrio de oriente. Recuerdo
el sitio maldito: pisadas de caballo
sobre el asfalto, un reloj muerto
en la torre y una estrella roja
marcaban las horas de la muerte.

II

Era del año del año la estación proscrita.
Entre los barcos, bostezando,
y los trenes arrastrándose al norte,
hojas muertas bailaban sobre el cemento.
Y nada ocultaba al astro sangrante.

¿Dónde las nubes para defenderme
de esa yaga que puse en el firmamento?
¿Esa herida parecida a una culpa,
apenas visible entre la escarcha?
¿Un volcán donde hay ninguno,
presagio de un incendio inminente
o feroz memorando del origen?

En vano invocar el sentimiento atávico,
en vano hablar de cunas o cuevas
donde los instintos beben leche de lobo
y las piernas preparan la jornada nómada.

Presa de tormentos me sumí en el Río,
entre el rumor de los barcos y los bancos
de arena que de lejos arrastran las aguas
–pero no de tan lejos, y no encontré
el sabor a ceniza que apagara la estrella.
Incluso en el fondo lodoso mi visión,
teñida de rojo, confundía botellas rotas
con espadas que hicieron la Conquista.

Las corrientes me negaron alivio
–dejar la ciudad arriba, y trocar
angustia sangrante en dulce inconsciencia.
Caminé una alcantarilla tras una silueta,
mi guía en la mazmorra pestilente.
Arrojé el filtro rojo a los rieles del Once,
llené mis pulmones con humo y con azufre.

III

Era del año la estación maldita;
el sol, estancado en pleno ocaso
como si las calles no pudieran digerir
su partida, o el duro asfalto se negara
a dejarlo hundirse a su lecho;
el aire inmóvil, sólo perturbado
por un pulso de origen desconocido,
el lento latido de una fiera que derribó a otra,
desgarró su piel, bebió su sangre,
y satisfecho con la carne cruda de su enemigo,
busca una caverna donde hibernar.

Pero la noche llega, y las ráfagas
que dicen vos no descansarás,
y la sombra que huye tu mirada
mientras la perseguís para apartar los ojos
de lo que bien sabés te aguarda en el cielo.

¿De dónde viene esto, o más bien,
por qué te importa si no te creés
ese cuento de que un génesis cualquiera
sea algo más que un parto accidentado
y sobre todo azaroso,
donde no hay clave, enigma o secreto
que te saque de vos mismo, o de Buenos Aires?

IV

Es invierno. Quizá nunca tuve conciencia de ello.
Pensaba a cada instante despertar
encandilado, y con sudor en la espalda.
Pero las hojas han caído, el mercurio ha caído,
y despierto no un peregrino que sigue su senda
sino un prisionero que golpea sus muros.

Dejarme atrás, dejar todo atrás,
y que el cielo se ocupe de su propia herida,
la ciudad trague su propio humo,
y el Leviatán muerda su propia cola,
sienta la herida y cese la quimera absurda…
¿Qué más quimérico que huir,
tomar el tren una noche de hielo,
cambiar la fragua por la ruta,
creer que en la estepa encontraré la calma
que rehusó prodigarme el cemento?

Calle Brasil. Parque Lezama.
Veo la Cruz del Sur y una luna inmóvil
harta de su errancia milenaria.
Veo abrigos en los bancos
mientras yo ofrezco mi piel desnuda.
Veo estatuas con ojos glaciales
y mi cuerpo empieza a petrificarse.

Pero en mis venas corre plomo fundido,
y mi memoria sabe de otros volcanes.

Y aunque no halle un sólo cerro a la vista,
y la estrella niegue que la sangre
que mana sin cesar me pertenece,
yo sé que el cielo no está tan lejos.