Ya truena la sirena; parte el barco,
el océano abre sus puertas;
está cerca el solsticio y la nave
pone proa rumbo al polo. Atrás
queda Hamburgo con sus grúas como cíclopes;
paralelo tras paralelo los días se alargan,
hasta que el sol se niega a hundirse en el horizonte.
En la cabina, en lo sólido,
también se acurrucan los rincones.
Subo las escaleras al puente cuatro,
al puente cinco, veo la línea
de morsas esperando en el mostrador.
Se trabaja más, siempre más
de lo que debería tocar
en la recepción, en lo líquido.
Nací en el equinoccio, donde las noches
y los días se siguen con rigor,
sin que alguna vez uno de ellos
usurpe el dominio del otro,
pero en esas latitudes hiperbóreas,
el sol desterraba incluso a la aurora
y cada día se disolvía en el siguiente.
Ojos que busco sin cesar en mis sueños,
en este reino neptuniano de la muerte
no aparecen, no los veo:
los ojos, aquí,
son lámparas fluorescentes
en un pasillo desierto,
luces rojas intermitentes
en alguna costa;
aquí, un borracho se mece
mientras vuelve al camarote
y las risas
se apagan en el viento
más inestables y ridículas
que una boya en la costa.
Vasto era el océano, pero más vasto
el vientre de la ballena, y sobre todo
más extraños sus recovecos:
pequeño feudo, pequeña ciudad estado
donde a la manera antigua el uniforme
determinaba el rango y los derechos
desde el capitán hasta el último tripulante.
Poco entendía al principio,
y me perdía yendo del camarote
al comedor, del mostrador al camarote,
y no sabía qué hacer en mi puesto
más que esbozar sonrisas varias.
En la cubierta, en el gas ilimitado,
hasta oxidarse por la sal,
¿quién tropieza en la baranda?
Paso a paso logré desentrañar
el intestino de puentes y pasillos
que ahora contenía mi existencia
y aprendí el idioma extraño
que se hablaba en la Babel flotante.
Gradualmente perfeccionaba la idiotez
y por momentos perdía de vista
que afuera de las costillas metálicas
estaba la espuma del oleaje,
las nubes, los crepúsculos
y las alas de las gaviotas
(afuera estaba, se suponía, la medusa);
de a poco el universo entero
se reducía al interior de la bestia.
Flores,
si alguna vez hubiese tragado
suficiente de ellas,
algo más que la tierra
más aún que el océano
estaría conmigo
en la ballena.
Y no existía la noche. Nunca
había oscuridad, nunca paraba nada.
En el centro del barco
el atrio
como un altar de Móloc
pasaba las madrugadas
vacío e iluminado
mientras los muertos en vida
hacíamos vigilia
y el delirio era apenas
otra forma de sobrevivir.
Estás solo aquí abajo
abajo de todo
en el nadir del mundo
donde cuelgan chimeneas
bajo el mar.
Y más allá de Nordkapp
entre pilas de carbón
en una tundra inerte
donde ni los muertos
pueden desintegrarse,
sin una huella
que indique el camino
de vuelta a lo que antes
solía ser una vida;
de golpe entiendo
y olvido
que ahí comienza
el campo inexplorado;
ahí
donde no hay nada
donde soy nada
el horizonte
se abre al espacio
puro y vacío
donde florece
eternamente
el viento
la mano de fuego
el palo borracho.