A pocos días de su cumpleaños cientoveintinueve, recibo la visita de Hermann Rorschach, el inventor de ese test proyectivo. De una se muestra afligido, dice que su obra no ha dado los resultados que esperaba. Lloriqueando, se queja de que en los cientos de miles de reportes registrados en el Sistema Comprehensivo Universal, los modos de leer se repiten: sus manchas son interpretadas insistentemente como polillas, murciélagos, jarrones, arañas, perfiles de cabezas de personajes de Disney y conchas. Dice además que sus manchas no son exactamente simétricas, que él a propósito incluyó pequeñísimas diferencias entre uno y otro lado, y que nadie se ha dado cuenta. “Si no fuera por hacer la diferencia ¿para qué iba a poner esa aparente simetría?”, insiste. “No pretendo que manden cualquiera. Ya sé que a esta altura de la historia se ha coagulado el sentido de las manchas y funcionan casi como signos denotativos, se ha perdido el misterio. Albergo la esperanza, sin embargo, de que la revelación de éste, mi secreto de la falsa simetría, renueve los usos de lectura”. “Por supuesto que sí maestro, masvale”, le digo para consolarlo. Antes de irse, sin aceptarme un trago, menciona su trabajo actual en pocos segundos, con urgencia. “En caso de que esto de la simetría que le cuento y que le pido que divulgue no marche, estoy pensando imágenes nuevas, con un concepto nuevo”. Saca un papel del bolsillo del saco, lo tira sobre mi mesa y se va sin saludar.