La cabina del Toti se encontraba repleta con las seis personas que observaban la proyección del sonar. El ambiente del submarino estaba pesado, incluso con los filtros; la humedad, el calor y la tensión del ataque inminente, una acumulada sobre la otra. Solo el mascado de las nueces de cola y las señales de la pantalla cortaban el silencio desatado por el acercamiento del convoy.

—Están sobre el grupo D, entrando en la trampa— señaló el oficial Mensah. —Sin la máscara, al supercarguero lo escoltan dos destructores y tres patrulleros. No hay reportes de actividad aérea o submarina en la cercanías. Los tenemos como queremos.

—Los buques tienen tripulaciones africanas— leyó de los reportes la oficial Etienne, —pero son de fabricación europea. Forman parte de las transferencias que se hicieron entre las Fuerzas Internacionales, por lo que las probabilidades de que la carga custodiada sea armamento son muy altas.  

—Cuando al convoy no lo frenó ni la liberación de Ascensión la semana pasada intuí que era algo importante—dijo la almirante Liburd mientras trituraba una nuez. La chupó unos segundos más y se dirigió a le capitane Brown:  —¿Querés? Ya le saqué algo de amargo.

—Gracias, sí—le contestó, los labios entreabiertos, donde la almirante depositó el estimulante con un beso que se demoró más de la cuenta.

—Les diría que vayan a la litera pero estamos en algo importante— bromeó le piloto Thern, y reemplazaron la caricia de sus bocas por la de sus manos.

—No conocía esta faceta tuya, Liburd— dijo entre risas Mensah. —Espero que no se metan en problemas.

—Por lo que he visto, meses en altamar pueden provocar muchas cosas en las personas húmedas— acotó Etienne.

—Ni que lo digas— estuvo de acuerdo Thern. —Los filtros que he puesto para no llevar registro.

—Bueno, entendido, vamos a hacer menos ruido— intervino Brown. —Y no se preocupen que con Patricia nos conocemos hace años, desde la Internacional. Está todo aclarado.

—Sí, con elle no tengo vínculo de mando. El problema surge si hubiera algo con alguno de ustedes dos, por ejemplo— les indicó Liburd a sus oficiales.

—No quiero ni imaginarlo— se rió Etienne.

—Disculpen— interrumpió la oficial Kireni, —¿cómo pueden estar con tanta tranquilidad? Yo no puedo quitar mi atención de esos barcos. En cualquier momento podrían dispararnos un misil, ¿por qué no los atacamos todavía?

—¿Es tu primera misión, no?— le preguntó la almirante.

—No, estuve en tareas de patrullaje, pero sí es la primera misión de interdicción en la que participo. Un destructor de estos nos hubiese hecho huir, no entiendo por qué acá ni nos siente.

—Claro que nos está detectando— dijo Mensah, y quitó los identificadores de la pantalla. —Esto es lo que ven, fijate y decime qué es qué.

—Bueno, los barcos son bastante obvios… ¡No puedo, son todas manchas de algas! Y eso que tengo las referencias guardadas. O sea, ¿estas tres bolitas son el grupo A?

—Por lo que comunicaron, alguna de esas— contestó Brown. —El Toti se ve y se siente de igual forma, otro manojo de algas. Tendrían que embestirnos para darse cuenta, claro que para entonces sería demasiado tarde para ellos.

—Igual no te preocupés porque estamos en la misión, pero no en la batalla— la tranquilizó Thern. —Salvo que aparezca algún submarino enemigo, esto es presenciar el desguace y ganar crédito.

—¿El desguace?— se asombró Kireni.

—Después de hoy— le dijo su capitane, —no vas a ver igual a estos barcos. Pero no se distraigan, centrense en la misión, y cuidado que las Fuerzas Internacionales están utilizando cetáceos controlados de manera remota. No se confíen porque parezca un animal, presten atención a su comportamiento. Si tienen que dispararles, usen los torpedos electroacústicos que golpean los mecanismos de control, no los explosivos.

—El frente del convoy ya está sobre el A— anunció Liburd llevándose otra nuez a la boca. —Llegó la hora de los martillos.

Como cardúmenes, aparecieron los grupos A, B y C en nado sincronizado. Si los destructores enemigos se dieron cuenta del peligro, no tuvieron tiempo de reacción antes de que las acuanautas se prendiesen a esas quillas que cortaban las aguas. Las patrullas sí dieron batalla cuando las vieron acercarse, pero ni las maniobras ni los explosivos las salvaron de que les hicieran un tajo de proa a popa que las hundió en el abismo velozmente.

Para entonces los martillos burbujeros cortaban las planchas de blindaje, el océano se abría paso por el interior de los cascos, la electricidad se había cortado y sus vigas se quebraban entre incendios y explosiones. Quienes pudieron se lanzaron por la borda, quienes no quisieron fueron arrojadas igual, a medida que las grietas despedazaban los armatostes y los compartimentos se sumergían hasta el fondo del mar.

Tras unos minutos de refriega, el supercarguero era lo único que flotaba del convoy, su timón cortado y, al arrastre, las riendas de la Armada Atlántica. Al Toti llegó la señal de que habían establecido una cabecera en el barco y la almirante se levantó de su sitio.

—Bueno, al trabajo— les dijo a sus oficiales y se despidió con otro beso de le capitane. —Vuelvo en uno de los submarinos que estén cerca, nos vemos en la base.

El resto se saludó de manera general y el trío se movió con cuidado hasta sus trajes de acuanauta. Liburd y Mensah colocaron las piernas dentro y cerraron el torso con un casco, mientras que Etienne se insertó con una guía. Los motores del exoesqueleto se encendieron e hicieron las pruebas de maquinaria, reservas y comunicaciones. Cuando los controles terminaron, se metieron en las lanzaderas y nadaron fuera de la nube de algas.

Con movimientos de delfín batieron sus piernas junto a los motores y tomaron velocidad. El campo de batalla estaba iluminado por el sol que se filtraba de la superficie, los destellos de los martillos en su trabajo y el fuego de las naves enemigas todavía expuestas al aire. Las piezas que se hundían se notaban en sus diferentes estados, ya las recuperarían en la siguiente fase de reciclaje y conteo.

Alcanzaron la popa del supercarguero, cada vez más lento sin sus hélices, y una plataforma adosada les hizo de recepción. La polea que usaban las acuanautas de ascensor las llevó hasta la cubierta, donde el comandante del grupo B les informó de la presencia de fuerzas mercenarias en las bodegas. Combatían en ese mismo instante contra ellas, habían logrado sobrepasarlas en varios puntos y las empujaban hacia la proa.

—Entonces este es un barco militar camuflado— dijo Liburd con su casco en brazo. —¿Comandante, el puente está bajo control?

—Sí, almirante, la capitana Naidu y su equipo lo tomaron hace unos minutos, encontraron resistencia pero fue breve.

—Excelente. Empiecen los preparativos, si es militar lo tratamos igual que al resto. Oficial Mensah, reúna a la tripulación y llévela a un bote de evacuación, con la oficial Etienne iremos al puente.

Ambos saludaron a Liburd y pusieron manos a la obra, mientras que la almirante y la oficial treparon las escaleras. Las pasarelas en caracol retumbaban con los pasos de los trajes motorizados, aunque daban una vista espectacular del naufragio que se extendía a su alrededor. Tras una grabación, siguieron hasta llegar a la puerta de la cabina, donde una acuanauta hacía guardia.

Les abrió la puerta y encontraron al capitán del navío y sus oficiales reducidos en el piso. Uno de ellos había sido abatido en un rincón, los impactos de bala visibles en el vidrio. Naidu interrogaba al piloto con une oficial de electrónica mientras el resto del grupo vigilaba a las personas encadenadas. El capitán reconoció la insignia de la almirante y empezó a gritarle a Liburd:

—¡Ahí está la jefa de los piratas, asesina, ladrona, basura! No tienen derecho para esto, ¡lo pagarán!

—¿Pueden sellarle la boca?— le pidió Patricia a uno de los guardias, quien roció con pegamento los labios del capitán. Cuando la mordaza secó, exclamó: —¡Mucho mejor, gracias!

La capitana observó la escena y llamó a Liburd.

—Almirante, el piloto aceptó la redención y nos compartió tanto la lista del cargamento como del personal. Mire, esto es serio.

Se acercó a la pantalla y leyó donde Naidu le señalaba, que luego le mostró varias páginas más. El rostro de la almirante se desencajó, fruncía su mandíbula más y más, hasta que frenó a la capitana.

—Suficiente. Oficial Etienne, transmítale la lista del personal al oficial Mensah y que active los protocolos correspondientes— le ordenó, para luego llamar al comandante: —No den comienzo al desguace hasta que se prepare para la inmersión a los contenedores que le indico en el archivo que estoy a mandar. Sí, así es, tenemos personas esclavizadas a bordo.

Cortó, copió la lista de cargamento y se la envió al comandante, para luego darse vuelta y alzar de la axila al capitán que la había insultado.

—¿Cómo me llamaste, perro?— le bufó en la cara. —Estaba dispuesta a ser comprensiva con todo esto de las tropas en tu barco, dejarte en un bote a pesar de que podría ejecutarte como falso civil bajo tu ley. Pedazo de mierda, cazamos más piratas en los últimos meses que tus amos en toda una década, y como ellos, las vergas esclavistas terminan en el océano. ¡Y que sus lacras vengan también!

El capitán, aterrado, trató de zafarse y huir a los saltos, pero la fuerza del traje era tanta que solo consiguió dislocarse el hombro mientras era arrastrado hasta el balcón del puente. Detrás suyo, las acuanautas cargaron por los aires a los oficiales, que chillaban como cerdos yendo al matadero. De igual forma lo elevó Liburd por sobre la baranda, y ni siquiera su dolor pudo separar de los labios el pegamento.

—¡Que el mar haga con tus huesos las cosas más dignas, mierda!— gritó al lanzarlo con tanta fuerza que hizo un pequeño arco hasta romper la superficie del agua con una salpicadura de espuma.

Sus subordinados le siguieron en una lluvia de condenados, mientras que Naidu, Etienne y la otra oficial liberaban al piloto redimido de sus soportes. La almirante les anunció que iría a la cubierta para controlar la situación, pero antes quería felicitarlas por la excelente tarea y anunciarles que las recomendaría para un premio por la redención. Le agradecieron de parte del grupo y Etienne bajó con ella, cubriéndole las espaldas.

Mensah y un par de acuanautas se encontraban allí, con la tripulación del barco. Esta se encontraba confundida y atemorizada, ya que los oficiales entre ellos también habían sido arrojados al mar. Solo unos pocos de estos no habían sido detenidos, le informó cuando llegó, sospechaban que se encontraban junto a los mercenarios en la proa. Se ocuparían de ellos allá abajo, le contestó ella, para dirigirse entonces a la multitud inocente.

—Gente, mi nombre es Patricia Liburd y somos de la Armada Atlántica. Lamento los inconvenientes, pero este transporte es ilegal y será destruido. Todas ustedes se encuentran exentas de responsabilidad penal de acuerdo a Nuestra Ley, ya que no tenían poder de decisión, y están habilitadas para reclamar la redención de su trabajo en traer este barco hasta acá. Lo que sí, tienen que abandonarlo.

A medida que quienes entendían a la almirante traducían el mensaje al resto de la tripulación, el interés y las preguntas comenzaron a acumularse. Patricia miró a Mensah con ojos de súplica y este agitó su tablilla a los gritos:

—¡Bueno, quienes quieran saber cuánto y cómo pagamos hagan fila acá de manera ordenada!

Mientras las personas se acomodaban frente a él, Patricia le agradeció con un gesto y volvió a hablarle a ellas. Quienes quisieran, les avisó, podían subirse a un bote de emergencia y esperar un rescate junto al resto de los marineros sobrevivientes. La otra opción era viajar con la Armada hasta las tierras del Ejército de Liberación Humana. En todo caso era su decisión, y con eso se despidió de la docena de personas y sus oficiales.

Consultó con el comandante del grupo cómo avanzaba el sellado de los contenedores y, casi concluido, le dio autorización para comenzar el desguace cuando creyera conveniente. Con eso dio por concluida su parte en el operativo, otra jornada productiva en altamar. Bajó por la polea hasta la plataforma bamboleante en las olas y, tras un momento de duda, llamó por radio al Toti.

—Buenas tardes— saludó mientras se sentaba, —quería saber si estaban para un viaje.

La risa de le capitane se sintió cálida y reconfortante.

—Sabía que te estabas haciendo la dura con tu gente. Sí, ya nos soltaron, te pasamos a buscar en un momento.

Le esperó meciéndose en la boya, el naufragio a su alrededor ya extinto. Las piezas de guerra caían en el abismo, las personas se aferraban a los salvavidas que repartían las acuanautas, el viento le sacudía los rulos y sintió que podía dedicarle toda su vida al servicio. Su hilo lo cortó el pequeño submarino que surgía, la cabeza de elle en la escotilla con su sonrisa que la invitaba a subir, y pensó, había tantas otras cosas que quería hacer también.