23 A. U. H., Bengaluru

Un guardia custodiaba el acceso de la oficina, ¿hacía cuánto no veía uno allí?, se dijo por dentro Anuja Kotiyan y sonrió. Le mostró su credencial, sus pertenencias y este la despidió con un saludo de cortesía mientras salía. Aunque el predio industrial de Wadiyar mantenía su red en funcionamiento, la seguridad había sido puesta en modo analógico por resguardo. Una de sus recomendaciones implementadas en la crisis.

Por años había tenido como cliente a la empresa química, desde que desarrollaran su propio código para producción y desarrollo de compuestos. Su enfoque innovador le había permitido dominar el rubro y expandirse a nuevos, al punto de ser el mayor ingreso de dinero de la compañía, pero eran una cuenta difícil de manejar. El sol le acarició el rostro y le recordó que no tendría que lidiar con ellos por un rato.

Caminó hasta el coche, su morral bamboleando con el peso de los dispositivos que llevaba por el estacionamiento a medio llenar, entre quienes se habían marchado y quienes recién llegaban a la emergencia. Ella estaba entre las primeras: seguiría el caso desde el laboratorio de análisis, lejos de posibles intromisiones e indiscreciones a las que se exponía en la planta.

El dueño de la compañía, consideró Anuja al abrir la puerta del coche, era uno de esos millonarios excéntricos que modelaban su personalidad en las películas de Bollywood, pero tenía acumen para más que negocios. Comparaba la profesión informática con la de los magos: realizadores de milagros para legos, maestros del humo y pantallas para iniciados. Coincidieron en que había que controlarlos en ambos casos.

Los suyos eran artífices reacios a esto, entre las personas celosas de su arte ante la inquisidora de la dirección y las ignorantes de este, que ni siquiera consideraban el ambiente al traer fragmentos copiados de algún repositorio. No sabía quién hacía más daño, pensó y tanteó con la llave el encendido manual del vehículo. Había desconectado toda la interfaz digital por las dudas.

El controlador de dominio recibió la señal y la electricidad de la batería fluyó por los motores. Las puertas se cerraron, los faroles se encendieron y un ventilador arrojó aire frío sobre el rostro de Anuja. Su papel en la corte de Wadiyar era la de la amenaza, el arma que pendía sobre las cabezas de los técnicos pero rara vez daba el golpe. Otras veces lo entretenía, ese día no tenía tiempo para el juego.

Abrió el morral y sacó la computadora portátil con la que había estado trabajando. Quitó el disco de memoria con la información de la compañía e insertó su disco personal. Quiso usar la red de telefonía para llamar al laboratorio, pero debió recurrir a la conexión satelital en la computadora por la crisis. Tan cerca estaba, reflexionó, y aún así estaba obligada a tratarlo como otro continente.

Mientras sonaba la música de espera, la posó en el asiento de acompañante y reclinó el asiento. Estiró su espalda sobre él y los músculos liberaron las contracturas de lidiar con tantos energúmenos. Ni la voz del responsable del laboratorio en el parlante la sacó de esa pose, los ojos cerrados en descanso.

—Hola, Anuja, veo que la acción en la planta estuvo intensa— saludó Karan con tono jocoso al notar su ropa desarreglada en primer plano.

Ella movió su mano al teclado y apagó la cámara, sin siquiera erguirse.

—Listo, ahora no ves nada—. respondió riendo. —Hola, Karan, sí, fue peor que un dolor menstrual. El miedo tiene a la gente a la defensiva, y lo peor es que tal vez con razón. No podía seguir trabajando con tantas interferencias, llevo material para continuar la investigación allí. ¿Estará disponible alguna de las máquinas para cuando llegue, en veinte minutos digamos?

—Ah, buena suerte con eso— dijo con tono más serio. —Si venís vas a lidiar con nuestra versión del problema, estamos haciendo el examen poscrisis. Trajimos dosas, seguro te divertís.

—Sí, necesito comer algo ya, acá hacen “ayunos de poder” o como se llame esa tortura. ¿Qué les pasó, está todo bien?— preguntó con algo de preocupación.

—Nadie lastimado, quisieron imprimir unos planos y salieron raros. Una cosa llevó a la otra y descubrimos que ese programa logró romper el aislamiento. Todavía no determinamos en cuál de los incidentes que destruyó la máquina virtual lo logró, no sos la única que se puso a toquetear a ver qué sucedía— le advirtió. —Si no era por una escala mal hecha ni nos dábamos cuenta.

—Eso es por no ser cuidadosos con la instalación— retrucó Anuja, aún así estremecida. —¿Se metió en la impresora entonces?

—En los controladores, ¡los reescribió, ¿entendés?!— exclamó sorprendido.—Ni siquiera sabemos cómo, hay dos hipótesis. Te decía, vimos que hubo interacción entre la impresora y el programa durante uno de los episodios. Creíamos que ahí sucedió la fuga, pero hace diez minutos apareció un intermediario eliminado en una restauración previa que tenía los permisos. Tal vez fue al revés, la impresora rompió la máquina virtual.

Anuja abrió los ojos al oír eso.

—Mierda, ¿con qué nos enfrentamos?

—En mi opinión profesional— dijo Karan en modo académico, —es el artículo del mal más complejo que hemos visto, y no tengo dudas de que espía, solo no lo vimos comunicarse todavía. La reminiscencia a los gusanos del siglo pasado, provocando caos por diversión, es una pantalla para ocultar la puerta que se crea. Qué actor podría estar detrás es algo que no discutiría en una llamada, cuando llegues lo hablamos.

—Sí, ya estoy saliendo— le confirmó mientras levantaba el asiento, el tiempo de descanso finalizado. —Esto de los controladores que mencionás me puede ayudar con lo que vi acá, un montón de micro-incidentes imposibles de rastrear. Encima la política de secretos de Wadiyar no ayuda, todo requiere autorización para revisarse. La comparación con sus incidentes tal vez revele algo para mi diagnóstico.

—Excelente entonces, vuelvo a la mesa de trabajo—se despidió Karan. —Te veo cuando llegues, Anuja, no te preocupes por esas arrugas.

La llamada se cortó mientras ella meneaba la cabeza, las pavadas en las que se fijaban. Cerró la pantalla de la computadora y la guardó nuevamente en el morral. Miró por los espejos y no había nadie cerca, por lo que retrocedió para maniobrar y dirigirse a la salida del estacionamiento. Solo los carros de seguridad circulaban por las calles internas, patrullando donde no funcionaban las cámaras.

Mostró sus credenciales en la barrera y, tras que esta se replegara, siguió su camino rumbo a la autopista. El verde manicurado del predio, con sus plantas florales y luminarias de estética futurista, dio lugar a las veredas desarregladas tras el muro. El asfalto, en cambio, lo reparaba la compañía por su cuenta, y era amigable al paso de los coches. Anuja aceleró, aprovechando la falta de intersecciones en el camino.

Sus cuatro carriles bien pintados y separados, este serpenteaba por centros tecnológicos y barrios cerrados entre el camino al aeropuerto y el anillo exterior, la autopista que circunvalaba Bengaluru. El tránsito era ligero, motocicletas y camiones que entraban y salían de los accesos en su mayoría. Se notaba que el día parecía un feriado, forzado por vaya a saber quien.

El camino giró hacia el este, acercándose al anillo, y los ladrillos enrejados de los barrios cerrados se abrieron para dar lugar a edificios coloridos de cemento. También aparecieron las calles que se unían al camino, por lo que tuvo que bajar la velocidad. A su derecha, el predio de Wadiyar continuaba ininterrumpido, por lo que se colocó en ese carril para despreocuparse.

A unos cientos de metros, tocó el acelerador con el pie para entrar con velocidad a la autopista. Al contrario, el sonido suave de los motores se disipó junto a la inercia que la empujaba. Con el último envión, se corrió a la banquina para no estorbar y quedó detenida en un ángulo extraño sobre esta. Anuja golpeó el volante y el tablero apagado mientras lanzaba improperios al aire como respuesta.

Tras la descarga, se dispuso a bajar del coche para revisarlo. Al tocar la puerta, el cruce de un camión la asustó y se percató que no estaba prestando atención al tránsito, la iban a atropellar así. Miró atrás y vio una sola motocicleta que venía a toda velocidad, uno de esos modelos que parecían de carrera. Saldría cuando la sobrepasara, ya que no la seguían más coches.

Esperó unos segundos y notó que esta bajaba la velocidad con dirección a ella. Venía a darle una mano alguien con experiencia en coches eléctricos, quiso creer por lo caro del vehículo. Divisó un segundo casco, el acompañante, y la contracción intestinal que la recorrió trepó hasta el vello de su nuca. Erizada, el cuerpo entraba en modo de lucha o huida, aunque la cabeza rogaba que fuese solo paranoia.

Se detuvieron a la altura de ella y la silueta de las armas enfundadas se hizo inconfundible. Los vidrios estaban polarizados y blindados contra armas ligeras, también la carrocería. Aún así, se arrojó entre los asientos, tanteando en búsqueda de su teléfono móvil hasta que recordó que no tenía cobertura. Su atención saltó a la campera de kevlar, regalo de un cliente, que guardaba en la guantera.

La abrió y se la colocó a las apuradas, era algo rígida pero pudo hacerlo sentada en el piso del coche. El peso de la tela en sus hombros le inspiró confianza y trepó lentamente el asiento a ver que sucedía afuera. Esas personas se demoraban en actuar, detenidas ahí nomás, aunque cada tanto giraban a verla. Si esperaba un poco más, tendrían que arrancar sin poder hacer nada.

El sonido del cerrojo corriéndose la arrojó hacia atrás, sobre el asiento del acompañante. Por instinto, tiró de su manija para abrirla, pero ese cerrojo permanecía cerrado. En la puerta del conductor, en cambio, se soltaron las trabas y la fuerza neumática la quitó del medio. Ahora podía notarles las ropas percudidas bajo los chalecos vistosos, pero en sus cascos brillantes solo vio su propio reflejo.

El acompañante alzó su puño derecho, y en este observó una pistola. Anuja consideró saltar hacia el asiento de atrás, pero el movimiento le fue imposible con el terror. Solo alzó sus brazos enfundados en kevlar sobre su cabeza y la cubrió mientras se hacía un bollo con la gruesa campera como parte expuesta. Que se llevaran lo que quisieran, imploró en un rezo, que la arrastraran al asfalto y vieran como se llevaban el coche, pero que nada le sucediera.

El golpe de la bala llegó al mismo tiempo que el sonido y se hundió en su carne hasta los riñones, el plomo cayó como una esquirla en el cenicero. El retorcijón la envió hacia un costado, sus codos apuntando al tirador. No quiso verlo, la cara cubierta, pero él vio los puntos inseguros, el cuello y una mejilla donde no cerraba del todo sus miembros. Hacia ahí descargó la máquina, un estallido tras otro de forma automática.

La fuerza de estas partió los huesos de los brazos y las arterias carótidas, para continuar con el resto de su cara y cráneo hasta no dejar lugar a dudas del asesinato. El blindaje de la puerta contuvo las balas dentro del vehículo, los casquillos quedaron esparcidos por toda la calle. Así terminó sus días Anuja Kotiyan, la enemiga más implacable de Candamaruta, su principal impedimento al trono.

—¡Dale, no te quedés ahí y agarralas!— le gritó por radio la conductora al tirador, que observaba atento en búsqueda de algún rastro de vida. La orden lo sacó de su tarea y entró en duda. ¿Le había dicho algo más?

—¿Qué cosas?— preguntó sabiendo que perder tiempo era peor.

—¡Las computadoras! Me voy a quedar con tu parte si tengo que pensar por vos, aprende de una vez— respondió la conductora y volvió a vigilar los alrededores con las cámaras del casco. Nadie se había asomado ni del campamento de desahuciados ni de las torres, sabían que era mejor no exponerse. Alguien, sin embargo, iba a llamar a la policía, por lo que tenían pocos minutos de margen.

El tirador bajó de la moto y se asomó al coche. El morral de la víctima estaba entre los asientos y, dentro, encontró varios dispositivos, por lo que decidió llevárselo todo. Tomó también la cartera, para no despertar sospechas de que no era un robo, y se retiró. Su compañera, al verlo darse vuelta, le llamó la atención con una furia que azuzaban la fenetilina junto a la adrenalina.

—¡Todas, imbécil!

Se detuvo y revisó el asiento trasero, pero no encontró nada. Palpó el cuerpo con su mano izquierda a ver si detectaba algún dispositivo escondido, tampoco tuvo suerte. Vio el móvil en el piso del coche entonces, empapado en sangre, y tomó un trapo que había en la guantera para levantarlo. Lo puso dentro del morral y pensó que tendrían que deshacerse de esas cosas luego.

Se acercó a la moto y, cuando quiso subirse, obtuvo otro insulto de la conductora.

—Listo, te descuento un cinco por ciento de tu paga. Ahora anda y trae ¡la computadora del coche! Es la que abrió la puerta con la señal, inútil— le indicó mientras regresaba por tercera vez. —¡Está bajo el tablero, junto al volante!

El tirador estaba fastidiado, si no le daban una lista no podía adivinar qué había que llevarse. ¿O tal vez se la habían dado? Se apoyó en el marco de la puerta y estudió el tablero, parecía tener unas pestañas que lo soltaron al tocarlas al mismo tiempo. El panel cayó y mostró una superficie de metal lisa, salpicada de ranuras y portacables. Le iba a preguntar a su jefa como sacarla, pero dedujo que podía hacerlo a la antigua.

Cerró el puño derecho y lo hundió en la chapa con algo de presión. Blandito, concluyó, y le asestó un golpe tan fuerte que le dolió por encima del nivel de amputación, en donde la prótesis se articulaba al hueso. Algo resistía, se dijo, esperaba que no la computadora. Repitió el proceso un par de veces y aparecieron aberturas alrededor de la abolladura.

Metió en estas los dedos, cubiertos de un cuero grueso y negro que disimulaba lo aparato, y comprimió el metal como si fuera una hoja de papel hasta formar algo parecido a una manija. Que bendición hubiera sido tener una prótesis así cuando reciclaba electrodomésticos, pensó mientras tiraba ayudado de su otro brazo y una pierna contra la carrocería.

Cuando superó la tolerancia de la soldadura, las juntas se deformaron y el tirador se disparó hacia el asiento con el panel en la mano. Lo arrojó sobre el cuerpo de Anuja y observó dentro: ahí estaba el controlador de dominio, algo maltrecha su base por los golpes, pero en funcionamiento. Metió su brazo izquierdo y desconectó los cables que lo unían al coche; con el derecho, quitó los tornillos que lo sujetaban.

Utilizando ambos, deslizó la máquina con forma de placa fuera de la carrocería y constató que no había sufrido ningún daño aparente. Del tamaño de un maletín, se resistió a entrar en el morral atiborrado, por lo que usó su mochila para guardarlo, donde apenas cupo. Se cargó en la espalda ambos bolsos y, al fin, pudo volver a la motocicleta con una sonrisa invisible bajo el casco.

—¡Excelente!— celebró la conductora cuando se trepó detrás suyo, —esa puta tenía un dineral puesto por su cabeza, ni te imaginás cómo vas a vivir ahora . Ahora agarrate y que no se te caiga nada, que nos vamos de esta trampa.

Antes, ella desenfundó su pistola y la apuntó hacia el coche. Gatilló y mantuvo el dedo allí, mientras su cuerpo se sacudía con las explosiones que formaban una lluvia que perforó el piso con decenas de agujeros. Cuando vio un fogonazo en la batería penetrada, las chispas blancas y rojas que anunciaban la conflagración, giró su otra muñeca sobre el manubrio y el motor de la moto rugió como un tigre.

Las revoluciones en sus cilindros giraron las ruedas y la fricción repentina pulverizó el caucho en una nube de microplásticos. Salieron arrojados sobre la montura por el asfalto, el tirador balanceando los dos péndulos sobre sus hombros, la conductora guardando el arma mientras los guiaba hacia el acceso al anillo exterior. La tumba vuelta una pira, en tanto, consumió lo que guardaba y lo hizo una estela elevada; las huellas del crimen desdibujadas, pero nunca borradas en un Universo que no olvida nada.

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