Literatura

Testimonio de una empleada de limpieza del futuro

El de ese día fue un caso grave, mucho por limpiar. La camioneta se paró, abrieron las puertas desde afuera y salimos con las chicas a estirar las piernas un poco. Después empezó el ritmo de los pasos, el agua jabonosa y los escobillones escarbando la sangre antes de que deje huella.

No tenemos permitido saber nada de la causa del trabajo, algo raro pero lo toleramos. Algunas cosas son más fáciles de ignorar que otras. Las chicas no hablaban tanto sobre el trabajo como yo. Los temas de conversación eran los mismos de siempre: la vida afuera de Argentina, que ojalá pudieran traer a su familia, que sin ayuda del ministerio no sabrían que hacer. Yo también extraño mí vieja tierra a veces, pero la verdad es que la vida aquí es más cómoda y angustiarse por el pasado de esa manera es inútil. Prefería pensar en qué era lo que estábamos ocultando esa noche. Parecía una redada de policía que se fue de las manos, quizás encontraron armas o bombas, en las noticias siempre se escuchaba hablar de terroristas. Lo repetían tanto que una no puede evitar pensar en cuántos terroristas entran en una ciudad tan pequeña. Después de mover una cajonera vi una foto con muchas personas, parecían estudiantes de universidad, por las mochilas y la edad. Se veían felices.

Puse la fotografía con el resto de la basura e hice un comentario así, como al voleo, a ver quién estaba de humor para dar teorías sobre quienes podrían ser las personas que vivían allí. Las chicas salieron de su timidez inicial y me acompañaron con unos pocos escenarios imaginados que camuflamos de bromas. Al supervisor no le gustó y me llamó la atención. Terminamos y la camioneta del Ministerio nos llevó a nuestras casas. Por las noches me la pasaba pensando en lo que dije de las personas de la foto, mis risas y mis tonterías, la verdad es que no me dejaba dormir.

A mí marido lo conocí el mes en que comencé a trabajar en limpieza. El contrato con el ministerio decía que siempre y cuando mantenga un buen perfil y haga mi trabajo conseguir bienes y vivienda sería más fácil. Pero una palabra a cualquiera, dijo, y la devolvemos a su país, de ser posible presa. Así que aprovechamos y nos mudamos juntos casi de inmediato. Al año estábamos casados. Él siempre fue mi roca. Siempre me prestó atención, atento a mi actitud y mis costumbres. Una cosa que me gusta de él, muy sencilla, es que me deja el café preparado siempre igual: bien caliente y con un chorrito de leche, a la misma hora antes de salir a trabajar.

El problema de que sea así de atento es que no le puedo ocultar nada, si bien le oculto mi trabajo real, él nota que no le soy del todo honesta. El trabajo consistía en ocultar cosas extrañas que pudieran romper la percepción de la realidad del pueblo, en palabras del hombre de traje que me contrató. Nos decían: una babosa mutante dejó su baba en las calles, limpien; un agujero negro del tamaño de la mitad de un alfiler apareció en un kiosko, muevan los escombros; un marsupial de otro continente está invadiendo, pongan minas en la playa. En definitiva, detrás del mundo había otro mundo más fascinante que nos esforzabámos por ocultar en pos de la paz psíquica de la gente. Claro que yo jamás ví nada de eso, solo limpiaba la evidencia. Ocurrían estas cosas y luego a mí marido debía decirle que fregué y barrí en casas de ricos. A veces yo quería decirle la verdad. Me acercaba, dudosa, y él me miraba como esperando una noticia espantosa. Entonces yo le decía que mi día fue normal, que los nenes estaban como locos, que los padres estaban tranquilos, y que me dolía la espalda. Y él me sonreía.

Una noche volvía del trabajo cuando ví la escena justo en la calle frente al departamento. Un tipo discutía con un oficial de policía, mientras que otro hablaba por la radio. Alcancé a ver y oír muy poco de la conmoción. En la pantalla del patrullero estaba la foto de un hombre que jamás había visto antes y, debajo de esta, el nombre Hernán Hernández. Es un error, repetía el tipo, no soy yo, es obvio. Ya está, le respondió el uniformado, el sistema encontró una similitud con tu identidad, tenés que acompañarnos. El hombre huyó corriendo y los policías solo atinaron a hacer un llamado a la comisaría y encender la sirena. Cuando arrancaron, el perseguido había desaparecido. Pedidos de captura y noticias aparecieron sobre Hernán Hernández durante algunos días, aunque con un detalle que me inquietaba: la fotografía que se veía no era la misma que había visto esa noche en la patrulla, sino del hombre que discutía con la policía. Durante meses había olvidado todo este episodio, hasta que me encontré con el hombre que escapó de la policía aquella noche mientras él escarbaba en la basura de un supermercado.

Debido a mi trabajo debía reportarlo. Pero no podía, ese hombre no era el Hernán Hernández que buscaban originalmente, mi curiosidad fue más fuerte que el deber y le hablé en el estacionamiento, oculta de las cámaras tras una columna. Me creyó y arreglamos encontrarnos en un lugar seguro para él.

Estaba cerca del río, a un lado de un puente bajo. Me llené de olor a basura y fui alimento de mosquitos, pero descubrí que Hernán Hernández, además de un inocente prófugo, quería emigrar. Me habló sobre sus investigaciones, siempre y cuando se cubriera la cara con barbijo o algo similar el sistema de detección automático no se activaría. También me dijo que las personas en la foto que me quitaban el sueño no eran ningunos terroristas, sino personas que estaban comenzando a organizar a sus compañeros de universidad. Algo así pasaba en todas partes: agitadores políticos silenciados, familiares de activistas detenidos, gente que busca escapar en lancha y vuela en pedazos antes de tocar el agua. Le pregunté entonces si mi trabajo tenía que ver con todo esto. Los fenómenos paranormales eran tapaderas, simplemente. De lo que se trataba todo mi trabajo, dijo, es de mantener limpia la cara de un sistema de vigilancia que funcionaba bastante mal. Viendo el vuelo que dio su vida, y recordando el silencio al que me forzaban, le di la razón.

Le conté luego de mis padres, mis hermanos, que quizá en mi país él tendría un lugar seguro donde vivir. Pero claro, pasar por la frontera sería imposible. Nos quedamos en silencio viendo las minas terrestres en la arena.

Comencé a tener una doble vida. No podía dejar de limpiar escenas de crimen. Ahora que sabía qué eran me esforzaba el doble, le tenía miedo a cada cámara, incluso si muchas estaban en desuso hace décadas, me volvía mi propia policía, vigilante de todos mis gestos. Pero tampoco dejé de ver a Hernán, cada trabajo que hacía se lo contaba y entre los dos sacábamos conjeturas sobre qué significaba, con qué otro caso lo relacionaba, qué hacer para que él saliera del país. Había encontrado un amigo.

Mí marido lo notó al poco tiempo. Me preguntaba qué me pasaba, si necesitaba hablar, cómo ayudarme. Yo no dejaba de tener pesadillas. De alguna manera yo participaba en todo esto. De alguna manera yo también tenía la culpa por lo que le pasaba a Hernán y a gente como él. Mí marido me miraba, expectante sobre el café bien caliente, e intentaba sonreír cuando yo le decía que todo estaba bien.

Se nos dió una oportunidad y la tomamos. Había gente en las calles en protesta, un oficial había disparado contra un grupo de gente para separar una pelea de vecinos y los perdigones dejaron ciego a un niño. La versión que me dieron es que el niño estaba armado, así que el pobre uniformado, temiendo por su vida, se protegió.Ese día debían faltar uniformados en la frontera, y así fué. Las cámaras de las calles debían estar apagadas para no ver el avance de las camionetas y las armas de fuego, y así fué. Nadie debía poder encontrarnos, y así sucedió. Apenas tuvimos que dar unos pasos desde la ruta hasta el monte y allí estábamos. Frente a nosotros un viaje de unas horas para llegar a Paraguay, dónde mis padres ayudarían a Hernán. Él me preguntó si quería acompañarlo. Le respondí que debía buscar a mi marido, convencerlo de alguna manera, al menos decirle la verdad. Hernán me deseó suerte y me dijo que nos esperaría del otro lado. Escuché sus pasos perderse pronto entre la maleza y el zumbido de los mosquitos.

Me tomé mi tiempo para salir del baño después de la ducha. Repasé una y otra vez las palabras, el orden de los hechos, como un informe para un supervisor. Ya frente a él todo se vino abajo. Lloré por quién sabe cuánto sin decir nada coherente. Fue un alivio, él era mi roca, ya me conocía, solo se mantuvo esperando a que yo se lo dijera. No me echó en cara nada ni me interrumpió, no me preguntó más de lo que yo quisiera decirle, cuando terminé le pedí perdón y esperé su respuesta como quien espera un veredicto. Él solo sonrió y me dijo que todo estaba bien.

Dormí poco pero descansé como no lo había hecho durante meses. Vi que el sol apenas salía y lo cubría todo con una película amarilla. Me llegaba ruido desde la cocina. Al salir ví que los muebles estaban cubiertos con plástico, las fotos, los adornos, cada recuerdo puesto en cajas de cartón. En la mesa del comedor me esperaba una taza y tostadas cargada de café. Noté que la puerta de entrada estaba abierta y se metía el sonido de la mañana. A un lado de la puerta había un bolso que parecía cargado. De la cocina emergió mi marido, vestido con un traje y corbata que jamás le había visto. Le pregunté qué estaba pasando, que era todo eso. Busqué en su rostro algún rastro familiar del hombre en cuyos hombros lloré anoche y no encontré nada. Él ya no sonreía. Me llamó por mi apellido, en tono profesional, y dijo que siempre supe qué pasaría si no guardaba el secreto de mi trabajo. Pero después agregó que lo que hice fue mucho peor.

Afuera ví un vehículo de un color familiar que frenaba, escuché el abrir de puertas corredizas, las voces conocidas, el ritmo de los pasos acercarse. Por pura costumbre tomé un sorbo de la taza. Café negro, amargo, totalmente helado.

Nicolás Pereyra

Resistencia, Chaco. Estudiante de Filosofía. Escribo porque no hay de otra.

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