El Frigorífico

Me llamo Claudia, y quiero llevarte a un recorrido por la penumbra de mi infancia, cuando contaba tan solo con 12 años. Nuestra familia, conformada por mi papá, un constructor chileno que vino a Argentina de joven a buscar un mejor futuro, mi madre una joven chilena que vino con el mismo sueño y 4 hijos y 3 hijas. En escala del menor al mayor seríamos: Javier, Maritza, Rafael, Betiana, Rubén, Juan Carlos y yo, la de medio. Vivíamos en General Roca, pero debimos dejarlo atrás debido a que mi padre, en busca de un mejor porvenir, aceptó un trabajo para construir un galpón en Coronel Belisle, un pueblo envuelto en un misterio que se arrastraba entre las sombras.

Nos instalamos en habitaciones dentro del frigorífico, donde el eco de nuestros pasos resonaba entre sus frías paredes, y el baño estaba fuera a unos cuantos pasos. La inseguridad que sentía se distraía con la imaginación de mis hermanos para inventar juegos y aventuras. Yo, con esfuerzo, trataba de disimular mis temores, consciente de las dificultades que ya pesaban sobre mis padres.

En una noche particularmente inquietante, Javier propuso dormir todos juntos, al menos por esa noche. Él era el menor de todos y el que sentía miedo como yo, aunque eso era evidente en él pero no en mí. Conversamos hasta que el sueño nos venció. Desperté en mitad de la madrugada al escuchar el lastimero llanto de un niño. Me dirigí a la cama de Javier, convencida de que él era quien lloraba, pero estaba profundamente dormido. Otra vez el lamento, esta vez más distante. Caminé hacia la puerta que daba al frigorífico, sintiendo que el llanto provenía de una pila de ladrillos destinada a ser parte del galpón que mi padre construía. Me acerqué, pero antes de llegar, alguien tiró de mi remera por detrás. «Andá adentro que mamá te va a retar», murmuró Rubén. Volví a mi cama asustada pero sin apartar la mirada de aquella pila de ladrillos, y me sumergí en un sueño inquieto.

La mañana siguiente, mi madre nos llevó a una nueva escuela. La timidez se apoderó de mí, extrañamente; sé bien que ser la recién llegada nunca es sencillo pero ahora siendo adulta entiendo que era porque seguía perturbada desde esa noche, ya que yo siempre fuí más bien extrovertida. Un niño de otro grado se acercó, saludándome y lanzando la pregunta que marcó un punto de inflexión: «¿Vivís en el frigorífico?».  Sentí un sudor frío recorriendo mi cuerpo y asentí con la cabeza, mientras él me comentaba historias inquietantes sobre el lugar que ya eran folklore local. El frigorífico, que fué reparado seis veces, siempre caía de nuevo en desgracia; la última vez, se incendió inexplicablemente al día siguiente de la restauración. Estuve pensando sobre esto durante toda la mañana. Después del almuerzo, me sumí en el silencio, intentando captar nuevamente el llanto pero nada. Deduje que tal vez en la noche podría escuchar algo, así que después de la cena esperé a que todos se durmieran e hice silencio y esperé y esperé sin embargo transcurrió sin más. Comencé a cuestionarme si acaso todo aquello había sido fruto de mi imaginación ya que bueno, al ser mis padres de familias de campo, conocía historias de hechos sobrenaturales y pensé en que tal vez eso sumado al miedo que causaba ese gigantesco lugar en el que habitábamos generaba que yo escuchara cosas que nadie más. En la siguiente noche, ya sin esperarlo, el llanto regresó más fuerte que la primera vez. Corrí hacia la habitación de mis hermanos, los desperté y les pedí que me acompañaran porque estaba escuchando a alguien llorar y tenía miedo. Supongo que me creyeron porque yo no era de demostrar miedo, ni menos de decirlo. Salimos afuera, caminamos hacia el frigorífico y rodeamos lentamente los ladrillos. Un gallo tenía una pata atorada en un alambre. Javier desató el nudo, soltando una risa que resonó en el aire, como si fuese un eco pero con diferente voz, y corrimos de nuevo a nuestras camas. Por la mañana, relatamos a nuestros papás lo que nos pasó, pero, como era de esperarse, no nos creyeron. Los entiendo hacíamos muchas bromas cuando éramos chicos.

Los días se convirtieron en meses. Comíamos escasamente, dormíamos con temor y evitábamos el baño de noche, ya que estaba lejos de la casa, mientras nuestros padres restaban importancia a nuestra preocupación y miedo. Un día, abrumada por el llanto, le rogué a mi madre que abandonáramos aquel lugar. Mi padre, con una sonrisa, prometió que nos iríamos apenas terminara el galpón. Un suspiro de alivio recorrió a todos; no podríamos soportar dos meses más de llantos, sombras extrañas, risas y esa sensación indescriptible.

Finalmente, llegó el día en que mi padre concluyó la obra. Empacamos nuestras pertenencias, incluido el gallo. Mis padres, ocupados con el cobro del trabajo, nos dejaron solos. El temor nos envolvía, pero esta vez, no eran llantos, ni sombras, ni risas. Era un hombre caminando de espaldas con manos y pies, formando un arco. Se paró y se acercó a mí. Huyendo, me escondí dentro del frigorífico, y la puerta se cerró tras de mí. Me encontré con un humo espeso y de olor horrible. Las paredes se prendieron fuego, y yo, desesperada, solté al gallo que, sorprendentemente, corría en llamas que no lo dañaban. Golpeaba y pateaba la puerta mientras las llamas avanzaban. Mi madre abrió la puerta y me abrazó, pidiendo perdón llorando.

Ninguno de nosotros salió herido, pero varias de nuestras posesiones se consumieron en el fuego. Regresamos a nuestra casa en Roca, dejando el frigorífico sin vida. Nadie intenta restaurarlo, y la gente continúa escuchando llantos y viendo sombras.

Nunca supimos la verdad, pero eso no importa. Me basta con no volver jamás a ese lugar.

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