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GIGANTE

GIGANTE

Yo era chico cuando encontramos al gigante. Medía más de seis metros de largo, estaba desnudo y muerto en el borde del montecito; yo medía menos de un metro y medio por entonces, probablemente, y miraba por encima del hombro de mi padre que había detenido el tractor para ver aquello; era un gigante, a todas vistas, como los de los cuentos, grueso y monumental, pero su presencia allí no tenía explicación alguna; no había huellas a su alrededor ni nunca había sido visto por nadie en la zona, a pesar de que ningún árbol de aquel monte hubiese podido ocultarlo del todo.

Mi padre bajó del tractor, me dijo que me quedara ahí, dio unas vueltas, nervioso, círculos concéntricos que se cerraban lentamente sobre el cuerpo muerto del gigante; levantó una rama con intención de pincharlo, pero desistió rápidamente y volvió a encaramarse al tractor. Nos volvimos a casa, a pesar de que no habíamos cargado la leña que íbamos a buscar, y mi padre estuvo llamando por teléfono un rato largo. Por la tarde llegaron varios vecinos y fuimos todos de nuevo a ver. Allí seguía el gigante muerto, exactamente igual que por la mañana. Mi padre esta vez se animó a tocarlo con la punta de una caña tacuara muy larga que llevamos expresamente, y los vecinos guardaron un silencio que yo no les conocía hasta entonces, y eso que no hacía mucho había estado en el funeral de mamá, que murió, pobrecita, dando a luz a mi hermanito que nació muerto, angelito; desde entonces en casa había muchos silencios, pero ninguno había sido como aquel que envolvió al espectáculo de un gigante muerto en el borde del monte. A la vuelta, alguien dijo que había que llamar a la policía, porque no dejaba de ser un cuerpo muerto aparecido en el campo, y de mala gana mi padre accedió, pero no hasta el día siguiente ya que no había apuro, dijo, y tampoco tenía ganas de estar yendo con los policías a mostrarles el gigante muerto ya entrada la noche. Nadie dijo más nada, y tras tomar algunas copas se fueron yendo, todos prometiendo volver al otro día, si podían.

Yo dormí inquieto y soñé cualquier cosa.

Mi padre creo que no pudo dormir, por la cara que tenía durante el desayuno. Al rato llamó por teléfono y compró una carga de leña; después agarró una azada y dijo que iba a carpir las acelgas, mientras yo debía esperar ahí a que trajesen la leña y meterla en el galpón chico, sin demorarme mucho porque se podía largar a llover. Yo no dije nada. Ninguno de los vecinos apareció ese día, ni al siguiente.

Yo estaba de vacaciones de la escuela, así que me pasaba el día dando vueltas, buscando excusas y ocasiones para ir a ver al gigante, pero siempre había que ir a buscar agua al aljibe, a los galpones a encajonar verduras, al gallinero a juntar huevos o al pueblo por algún recado. Cuando finalmente pude ir, casi una semana después, un día mientras mi padre dormía la siesta, me alarmé al ver unos caranchos picoteándole la espalda; los espanté, comprobé que no habían logrado dañarlo, y casi sin querer estuve más cerca del gigante de lo que había estado hasta entonces. Me pareció en ese momento que medía más bien unos cinco metros, no seis como había calculado antes, y también me pareció un poco más flaco, tal vez por acción de la descomposición, aunque yo siempre había escuchado que los muertos se hinchan, no que se desinflasen. Su piel se había tornado más oscura y como lisa. Estuve un rato mirándolo y volví a casa, donde encontré a mi padre furioso buscándome por todos lados. No se te ocurra volver a ir solo, me dijo sin explicar más, y yo obedecí.

Hasta que volvieron a empezar las clases. Entonces yo tenía que ir por el camino que pasa al otro lado del montecito, y casi siempre encontraba tiempo a la ida o a la vuelta para cruzar el montecito corriendo y echar un vistazo al gigante muerto. Sin saber por qué, no les dije nada a mis amigos. Nunca había venido la policía a ver, nunca habían vuelto los vecinos, nunca lo volvimos a mencionar con mi padre. Una vez se me ocurrió llevar una cinta métrica, para salir de dudas: el gigante medía casi cuatro metros de largo; su piel se iba pareciendo a la corteza de los álamos, en distintos tonos de gris, lisa y como serosa; jamás se hinchó ni despidió olores. Con las lluvias fuertes una buena parte del montecito se convertía en bañado, por lo que mis excursiones se vieron interrumpidas por más de un mes. Me imaginaba al gigante muerto bajo las heladas nocturnas, bajo la lluvia, hundiéndose tal vez en el barro. Cuando logré volver a ir me pareció de nuevo más pequeño, quizá porque sus manos y pies se habían vuelto ya invisibles, cubiertos por los yuyos que le iban ganando terreno; en varios puntos de la piel se insinuaban las puntas de los huesos, como he visto muchas veces en los animales que mueren en el campo. Unas ratoneras minúsculas habían anidado en el enmarañado pelo de la cabeza gigante. El campo, el monte, se estaban comiendo al gigante muerto. Acabé el año escolar y pasé al liceo. Mi padre seguía trabajando y ahora, cuando aparecía algún vecino a saludar, a traernos dulces en conserva o a pedir algún favor, me daba la sensación de que cuidaban sus palabras para no mencionar nada relacionado a tamaños o cuerpos muertos, pero cada vez menos, y todos parecían aliviados así. Sólo volví a ir una o dos veces a verlo ese verano; ya tenía otras cosas en la mente, y tal vez porque yo mismo estaba empezando a crecer, a pegar el estirón como decía mi padre, el gigante me resultó más chico que nunca, quizá no más alto que los jugadores de básquet que podía ver en la televisión los fines de semana.

Ayer me dijo mi padre que van a desmontar toda esa parte del campo para hacer unos invernáculos; vendrán con máquinas topadoras y retroexcavadoras, y dejarán todo tan liso y limpio como se pueda.

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