No te extraño. Ya no busco tus iniciales en las patentes de otros autos ni le pido a mis piernas que caminen por tu calle. Olvide la esquina de nuestro primer beso y tire la basura ese acondicionar que tenía tu olor.
No soy tuya.
Tenía dieciocho años cuando entendí que no era tuya, que nunca lo iba a ser. Reíamos en ese asiento gastado y cuando el silencio nos atrapó me encontré paralela a tus deseos. Tengo un vago recuerdo de tus labios tirando de los míos, pidiéndome que me quedara. ¿Para qué? te pregunte. No supiste que responder. Todavía se me eriza la piel cuando recuerdo mi reflejo en el brillo de tus ojos.
Yo, paralela a tus deseos, no era tuya. Y vos, limítrofe a todo lo que alguna vez desee, no me permitiste pertenecerte.
¿Te acordas de la manera en que ponías tu mano en mi pierna mientras manejabas y yo le pedía a dios la fuerza necesaria para no caer a tus pies?
Lo que más me duele de todo es que me convencí de que la única forma correcta de entrar a tu corazón era caminando en puntitas de pie. Sigilosamente. Sin hacer ruido, sin tropezar, sin romper nada. Pero mientras tanto vos destruías con tu ego cada parte de mí. La manera en que me permitiste amarte y esparcir mi amor por toda tu piel haciéndome sentir, de todas formas, demasiado distante a tus sueños.
¿Sabías que ahora me cuesta creer que a alguien le interesa saber que cosas me gustan, donde me duele, cuales son mis fragilidades, mis canciones favoritas? Yo lo daba todo porque me preguntases. Pero me conformaba con una mirada perdida a la luz azul de ese boliche lleno de humedad al que tanto te gustaba ir y jugar a que eras el rey del lugar.
Cada vez que me entregue a tu tacto una parte de mi se esfumo, y no quedó parte de mi alma sin ser acariciada por tí. Me tomaste de principio a fin, y aún así nunca te pertenecí. Principio y fin. Nunca tuvimos uno ni tendremos jamás el otro.