Siempre quise tener un piano. Luis mi viejo, me regaló un pianito de estudio Napoleón de Barbieri cuando cumplí catorce años.
En la casa había un tribunal benevolente de familiares y amigos que aplaudían mis esfuerzos por sacar algo parecido a Para Elisa.
Traté de aprender, pero las dificultades se multiplicaban en cada nota, sentía que me estaban enseñando música funcional. Estaba cada vez más lejos de mi proyecto de formar parte de una banda de rock.
Mi casa era un centro de reunión. Luis era desarrollista y había militado fuerte en favor de la educación laica y libre. Se quejaba de la oportunidad que le quitaron a Frondizi de convertirnos en Canadá.
Venían amigos de distinto pelaje político y la discusión solamente se calmaba cuando mi vieja, la Curu, traía una guitarra y empezaban a cantar tangos y folklore. Nada de Piazzolla: eso no era tango, sólo Troilo y los Chalcha.
Sabían que Luis era primo del Mono Villegas, un pianista de jazz, pero esa tribu tenía catalogada su música como yanquilandia.
Yo tenía curiosidad por conocerlo y escucharlo, cuando finalmente nos visitó ese sábado de primavera.
Vinieron a escucharlo un par de gringos descendientes de los ingleses del ferrocarril que abundaban en Banfield. Me acuerdo que le trajeron de regalo a Luis un JB y unos bombones a la Curu. A mí me explicaron, que el tango y el jazz, eran dos religiones, que tenían capillas diferentes.
Curu llegó con Ana, una amiga del club, que además era la madre de un compañero de mi colegio. Las dos además iban juntas al teatro.
Era divorciada y ese dato en esa época aparentemente le daba un valor agregado por la mirada y la sonrisa cómplice de los gringos.
Che Luisito, ¿sigue sola Ana o ya tiene quien la atienda? Qué se yo preguntale.
En el Living, había una especie de semicírculo de sillones, butacas y una mesa con sandwiches de migas, saladitos, cerveza y una botella de whisky. Contra la pared, el piano.
Miré un par de veces el reloj de pared y al cabo de un rato, miré por la ventana y lo vi llegar al Mono. Era un tipo radicalmente fulero, encorvado, de un tamaño corporal importante y con el pelo sobre la cara.
Cuando entró a la casa, tenía una sonrisa dibujada. Se bancó con humor las preguntas más estúpidas: ¿por qué te dicen Mono? Es por mi habilidad para imitar a los humanos.
Uno de los gringos muy religioso sentenció que tocar así el piano era un don divino. El Mono no era creyente, pero decía que si Dios quería existir él no tenía inconvenientes.
No había impostura, era realmente así. No usaba el uniforme original de moda, esa necesidad de diferenciarse que vuelve a todos iguales: el tipo era auténtico.
Cuando se sentó al piano, todos los sonidos de improvisación sin partitura posible, tenían sentido. Cada tecla era un punto sensible y él lo reconocía.
La Curu decía que el Mono era un ser musical y que el piano era su respirador.
Yo en cambio tenía el oído en el fondo musical, pero la mirada en la blusa de Ana estratégicamente desabotonada que marcaba el contorno de sus pechos. No podía desviar la vista de su escote.
Cuando se sentó en la butaca de al lado mío, la proximidad de su cuerpo me daba una sensación de vértigo.
El Mono hizo un alto para comer un sándwich y Ana salió al Porche con la Curu para fumar un cigarrillo.
Por la puerta entreabierta la miré en detalle. Uno de los gringos me trajo al planeta con un comentario que murmuró: che, hay que llevarlo a debutar al pibe.
Me sentí avergonzado de haber sido tan evidente. El Mono reaccionó: no entendes nada y Luis sonrió.
Cuando mis viejos despedían a los gringos y al Mono, yo ya había decidido estar con Ana. Aproveché para tomar whisky del pico de la botella y darme valor. Nada me podía parar.
Sentí su perfume, su aliento etílico, el aroma de sus cigarrillos. Fue muy intenso, pero demasiado rápido, urgente. ¿Tu primera vez? Me desperté confundido y con dolor de cabeza. Como era muy reservado en ese entonces, no le respondí nada a la almohada.
Muchos años después fui a la Bodega del Tortoni en Avenida de Mayo a escuchar al Mono en un tributo a Gershwin.
En una pausa, tomamos un etiqueta negra y nos acordamos con una sonrisa de la anécdota de Ana, que terminó viajando con él unos días después de la reunión familiar al Festival de Blues y Jazz de Nueva Orleans. Es la mujer pibe, siempre se trata de eso. ¿Qué?
Cuando el Mono murió, una de las coronas decía: “descansa en jazz”.
Luis vivió muchos años más. La Curu recordaba que la había conquistado cantando “Según pasan los años” la de la película Casablanca.
Cuando papá tuvo alzheimer lo seguía cantando y le reprochaba a Ingrid Bergman haberlo dejado por el francés. Finalmente era cierto lo que decía el Mono: siempre se trata de eso.
ALFREDO BELASIO
Autor de “SOLOS Y SOLAS”; “EL PRECANDIDATO”; “LA MAGICA LOCURA” y “LA REVOLUCION DE LOS LOCOS”, todos en EDICIONES LUMIERE.
Fue seleccionado en el año 2018 en la categoría cuento para la “Antología de los 90 años de la Sociedad Argentina de Escritores”