Y así es nomás la vida del pueblo mi amigo. Enfrente a cien metros la escuelita rural Martín de Guemes, los gurises vienen a caballo de hasta siete leguas. Al lado estaba la estación de tren de Krabbe, pero el ramal del Roca ya no funciona más. Cuando levantaron el ferrocarril, a La Paloma, Krabbe y Pillahuinco nos sacaron del mapa. Quedamos los viejos y los arrieros. Los jóvenes se fueron pa´Buenos Aires. Cuando nos visitan son otros, que va´cer. Pa´la derecha estaba la estación de servicio, que la cerraron, porque todos cargaban nafta en Bahía. Después hay tres casitas de material y pa´dentro está el rancherío. Si no fuera por la gomería pegada a la ruta, no le veríamos el pelo a ningún forastero. Algunos se llegan si pinchan una goma como usted y se acercan al boliche, porque estamos al lado, para hacer tiempo. Pero los que vienen siempre son los paisanos de acá, los criollos, que arrían los caballos y las vacas, los gringos de la zona y hasta un payador: el Rengo Braulio. Era domador y el cantor del pueblo, las chinitas se enamoraban de él, pero lo tiró un redomón mañero y quedó así. Está viejo el hombre, pero siempre rima y se acompaña con la bordona: es un criollo e´ley. Por este boliche humilde pasa la vida del pueblo; las barajas, la grapa, la caña, las payadas y afuera la taba y los fogones. Todos se juntan acá, después rumbean pa´ la doma, cuando hay claro. Usted dirá pa´qué le cuento todo esto: es de puro hablador nomás. Si quiere comer algo, esta es su casa.

En realidad yo no me preguntaba nada. Lo escuchaba a Don Nicanor, cordial y amistoso, que se respondía a sí mismo. Hablaba con las manos en el bolsillo, mirando la calle monótona en la puerta del boliche. Era como si me llevara de excursión, para que no pensara que ese lugar en la ruta cerca de Pringles no existía. Era el mediodía. El gomero me comentó que se iba a apurar para emparchar la de auxilio y me cobró por anticipado, porque se venía la hora de la siesta, que seguramente llevaba muchos años en ese paraje, donde la vida parecía haber pasado.

El tiempo era lo único que sucedía y el cielo amenazaba con lluvia. Acepté la recomendación para comer un bife de chorizo, acompañado de un pingüino de vino tinto. El boliche tenía el piso de madera casi vencido y un mostrador protegido por una reja, que lo definía como pulpería. En las paredes se veían propagandas viejas de Pineral, Caña Piragua, almanaques ilustrados por Molina Campos, una campana de estación de tren, espuelas, monturas y un cartel añejo, con una Orden del Comisario, que prohibía la entrada con armas y sombrero. Me atendió una chiquita de quince años. Era tímida, pero siempre sonreía. Don Nicanor me advirtió: es buenita, pero medio chucara, le decimos la Chucarita.

Llegaron cuatro hombres vestidos con trajes impecables, tres jóvenes y uno mayor que parecía ser el lider. Estaba indignado, convencido de que en ese paraje sembraban clavos para que la gomería y la parrilla fueran una parada obligada. Ahora se sumaba también la tormenta.

Don Nicanor los saludó con simpatía: ¿los trajo la lluvia? No, siempre quisimos conocer este pueblo. Cada comentario burlón y cada ironía de Toni, como lo llamaban, era acompañado por risas nerviosas de los otros tres, como si se tratara de empleados complacientes con su jefe. ¿Acá no tienen wifi?…..Dejá, olvidate. Suerte que me pude comunicar para pasar la reunión para mañana. Un contrato de obra pública postergado en un lugar como este: no se puede creer.

Ahora al forastero le sobraba el día y la impaciencia. Descargaba su euforia y su espíritu de revancha contra esos pajueranos que se habían interpuesto en su camino para demorarlo. Era imposible no escuchar sus sarcasmos: algunos siembran soja y otros siembran clavos.

¡A ver nena! trae un lomo al estragón o mejor un pavo trufado y una botella de Don Perignon. La Chucarita sonreía desorientada. Te la hago más fácil: trae una parrillada y el mejor tinto que tengas.

El pedido llegó con una parrillada abundante y los pingüinos de tinto de la casa se fueron multiplicando.

Un rato después entró el payador con su rengueo lento, murmurando un saludo a los extraños, pero acercándose a las mesas ocupadas por conocidos para escuchar los pedidos. Después empezó a florearse con la guitarra y siguió con la Milonga del Peón de Campo de Atahualpa:

Yo nunca tuve tropilla

Siempre montao en ajeno

Tuve un zaino, que de bueno

Ni pisaba la gramilla

Toni empezó a aplaudir de una manera exagerada, con gestos de complicidad. La risa del líder del grupo sonaba falsa, artificial y se adivinaba la violencia. ¡Dios mío, lo que faltaba en este lugar fuera del mapa y sin wifi! ¡Encima soportarlo a este Cafrune rengo cantando milongas camperas! ¿Pero en qué siglo viven?

Braulio siguió imperturbable con los pedidos de los lugareños, que se distinguían por las boinas, los atuendos y la piel curtida. Semblanteaban pacientemente y escuchaban.

Pico blanco, gargantilla y zarco del lao del lazo

Supe tener un picazo del lunar en mi tropilla…

El tal Toni, no quería perder protagonismo: ¿por qué no vas a tocar en La Renga? Braulio lo seguía ignorando y el hombre subió la apuesta. Se acercó con actitud sobradora: ¡dale Juan Moreira! te doy cien mangos, deja la viola y anda a tomar vino. Braulio lo miró sereno: – no tome si le hace mal. El fulano estaba exaltado, posiblemente con algo más que la bebida y amagó con pegarle, pero Don Nicanor se interpuso en el desplante: cálmese amigo, ya terminó. Pero el hombre tenía mala bebida y subió la apuesta: está bien es un viejo, mejor le perdono la vida. Después me llevo la piba a dar una vuelta y te la devuelvo hecha una mujer. Dicho esto colocó una mano sobre el hombro de la Chucarita, que lo apartó con fastidio: había llegado demasiado lejos.

Antes de que nadie reaccionara, Braulio se paró, le pidió un facón a uno de los lugareños, que se lo dio con naturalidad y él lo clavó sobre la mesa de Toni. Sacó otro de su rastra, mostrando su destreza y su determinación como en una maniobra ensayada: ¡ese es el suyo, este es el mío, lo espero ajuera! Tomó un trago largo de caña y salió dándole la espalda con una inerme temeridad. Toni miró a los de su mesa, que estaban inmóviles y en silencio. Se reía solo, ya nadie se burlaba de la renguera de Braulio, ni lo veían como una limitación para un duelo.

Toni separó con dificultad el facón clavado en la mesa. Sintió la frente y las manos mojadas por el sudor y la garganta seca, a pesar de todo lo que había tomado. Afuera estaba la llovizna, para que se mataran brumosamente. Los paisanos salieron a ver el espectáculo, que alteraba su vida imperturbable, aunque sabían que pronto todo iba a desvanecerse, pero sería parte de su historia.

Fui testigo involuntario en un escenario impensado. Respiré hondo cuando los cuatro hombres se fueron en silencio y se alejaron rápidamente en el auto, después de que su líder ignorara el desafío, porque sólo sabía manejar el cuchillo para los asados. Sin duda había tomado su mejor decisión. Pagó la cuenta y se fue insistiendo en que le había perdonado la vida al Rengo, pero sus compañeros ya no le daban crédito. Tampoco las miradas y los gestos de los paisanos.

Don Nicanor me acompañó hasta el auto, mientras yo trataba de disimular mí nerviosismo fumando. El Rengo Braulio que salía con la guitarra en la funda, saludó levantando su sombrero de panza de burro a la Chucarita, que respondió con su mejor sonrisa. El incidente ya era una anécdota y en el pueblo, nada corrompía la cotidianeidad. A lo lejos se veían las sierras.