Del cerro nevado cuelgan jirones de niebla brillante.  Rodrigo piensa que le recuerdan a la vieja del mallín que por las mañana se tapa de ropa y el pelo plateado parece a punto de evaporarse.

            Los chicos chiflan y Rodrigo deja la pelota en suelo para pegarle el patadón que la devolverá a la cancha. Cuando ya la pierna estirada y animal está a punto de golpearla Rodrigo se estremece, siente que la pelota lo observa y grita, pero ya sale  volando del pedregal para meterse torpemente en el fútbol del recreo.

            Por la tarde están los deberes. Pero no deja de pensar en Lidia y su moño de pintitas como un insecto aferrado al cráneo. La quiere pero todavía no se da cuenta que es amor, quizás el único de su vida. Respira hondo y aprieta la birome contra el papel, se equivoca y borra dejando un agujero: Ana le da un coscorrón pero hay más cariño que disciplina en ese sopapo aunque a Rodrigo le gustaría un buen abrazo o que se deje de joder.

            Mientras llena las hojas de números piensa que Ana no puede saber si las cuentas están bien o mal, para ella son como los dibujos egipcios que salen en la tele: una pluma, un ojo, una culebra; pero no qué significan.  

            Dibujó “cuatrocientos- ochenta y nueve menos  ciento-treinta y seis igual a quinientos treinta y tres”. Borró una cuenta y ligó otro coscorrón después de una inspección aparentemente instruida de su trabajo. Ana no tenía ni idea. Rodrigo se frotaba el chichón y ella lo mira con una mezcla de enojo y orgullo; los brazos cruzados sobre el pulóver sucio: el escote en V mostrando el nacimiento de sus pechos, los ojos como un mar sin fondo.

            – ¡Puta de mierda ni siquiera sabes leer!- Rodrigo sintió un ardor sobre los labios y el gustito a fierro de la sangre.

            –  ¡Te voy a llevar a la policía! ¿Eso querés pendejo de mierda? ¡Te van a meter en el Chancho  y te vas a quedar ciego porque ahí no hay luz! ¿Y sabés que? ¡Después te van a mandar a un orfanato y después te van a romper el culo todos los curas y los canas que andan ahí!

            – ¡No Anita, no! ¡Por favor!- Y Rodrigo se abraza a sus piernas. Ella lo sobra y los disfruta y se acalora un poco con ese sollozo tibio y entrecortado.

            – ¡Te vas a la cama YA!- Y el dedo coronado de esmalte rosa lo dirige hacia el rincón más oscuro de la precaria vivienda.

            El olor a humedad invade los sueños del chico. Está hundido entere los fantasmagóricos pliegues de Ana; cabellos, prendas, alientos y olores. Aparecen sus tetas apuntándole como cuando la espía en la ducha. Grita desesperado. Despierta.

            Ana apenas se mueve en su colchón acostumbrada a las pesadillas del chico. Rodrigo se da cuenta que lloverá más porque el viento paró y la luna apenas crece. Sabe que ella no correrá a buscarlo como haría su madre a quien casi recuerda. Las luces se cuelan por la ventana y aterrizan en el aire convirtiéndose en mariposas espectrales, polillas fluorescentes, esferas que bailan en la oscuridad. Lentamente, mientras Rodrigo se esfuerza por dormir las mariposas se conjugan, dos inmensos ojos lo miran fijamente, aterradoramente hasta que Rodrigo vuelve al sueño o se desmaya.

            – Despertarte Rodrigo.- Ana tiene una linda sonrisa en la cara.

            – Andá afuera a buscar un poco de leña.- Cuando El chico sale el patio está cubierto por una leve capa de nieve.

            Las nevadas producen un efecto particular en Ana, se  vuelve soñadora y alegre; parece buena.

            -Capaz es buena, capaz viene de un planeta de nieve donde era feliz-

            – Tomá la leche, dale, se te hace tarde.- Mientras sorbe el mate cocido Anita esparce una delgada capa de azúcar sobre la mesa y con un dedo dibuja aros y lo mira sonriente.

            – ¿Por qué me mirás así? ¡Me das miedo!-

            – ¿Qué te miro cómo, tonto?

            – Así, como loca.- Rodrigo endureció el cuerpo esperando el cachetazo.

            – No seas tonto nene.

            – Vos me querés a mi, ¿Anita?

            -Pero claro que te quiero.- Anita nunca diría semejante cosa, estaba como borracha y seguro que después no se iba acordar.  Aunque a veces, cuando ella tomaba acodaba de todo, y eso era peor.

            Parecía que Ana lo había contagiado, estuvo como boleado toda la mañana y cuando al fin escuchó la voz de la Señorita Pell fue como si lo despertaran de una patada.

            -¿Me está tomando el pelo Rodrigo?- Le gritaba la maestra que marchaba hacia el como una bataraza enfurecida.

            -¡Hace media hora que lo estoy llamando!

            – Perdone Seño, no la escuché.- La maestra se ablandó un poco. No había sorna en las palabras del chico.

            -¿Pero qué está haciendo?

            – Nada Seño.-

            – ¿Y qué es esto?- La señorita tomó la hoja de entre las manos del chico.-¿Eh qué significa esto?

            – ¿Qué señorita? No se.- Y miraba bizqueando la hoja que la maestra sostenía frente a la cara del chico.

            -¿Ojos?- Preguntó el Rodrigo mirando los garabatos que había hecho como viéndolo por primera vez.

            – ¡Los ojos en el Pizarrón, no en el limbo!- Los chicos de la clase se rieron un poco porque eran chicos y otro poco porque pensaban que el limbo era otra cosa.

            Rodrigo salió del colegio todavía en trance, ni siquiera se quedó a jugar a la pelota. Cruzando la calle escuchó un bocinazo y el ruido de unas gomas tratando de parar, un empujón y el porrazo contra el cordón. El tipo que lo empujó estaba tirado en el ripo jadeando. Le salían burbujitas de sangre y baba por la boca. Rodrigo se sentó y el otro lo miraba inquieto, como con frío. Sus ojos eran como las manchas en las alas de las mariposas, como el fútbol cuando está por meterse en el arco. Rodrigo siguió mirando aunque el tipo no verían nada más.