Capítulo 4: Haciendo en tus labios la señal de la c…

Inmerso en la somnolencia alucinógena del clona, Diego emprendió el recorrido que lo separaba del edificio municipal a paso lento. Luismi seguía arremetiendo sus melosas canciones de amor y desamor desde los auriculares turquesa de nuestro héroe.

Siempre pensaba en Tony. Podría decirse que se trataba esa de una actividad sostenida en un doloroso minuto a minuto. A Tony lo había rescatado en una de las movilizaciones de lo que el periodismo dio en llamar El Argentinazo, el 20 de diciembre de 2001. Por aquellos tiempos, Diego ocupaba sus anónimas horas entre el estéril onanismo y la fértil marihuana por lo que el conflicto social para él significaba eso que seguía una vez terminado el capítulo de Salomé. Ese extraño maridaje entre la salida de la adolescencia y el ingreso a la primera adultez lo mantenían en un estado de quietud, de silencio, de clausura mental. Desde la tele le llegaban los ecos transidos de los gases de lxs policías que gastaban botas y balas en defensa de quienes les acababan de bajar el salario. Hay que ser idiota, pensó Diego mientras agarraba medio limón de la heladera. Era invisible, no inmune a la policía y sus ejercicios didácticos. Tomó el Roca en la estación Banfield hasta Constitución. De allí anduvo invisible por entre la multitud lujuriosa de revolución. Cuanto más se acercaba a la Plaza de Mayo el ambiente se tornaba más pesado. El calor, los efluvios, los estruendos de balas, las sirenas, los gritos, el traqueteo de la montada, los pequeños grupos de manifestantes corriendo o llevándose a algún/a compañerx caídx se erigían en una macabra danza erótica de la muerte. Pero no estábamos en el medioevo, Diego no podía dejar que las cosas siguieran el curso que el poder de las fuerzas represivas ansiaban darle. En rigor a la verdad del relato vamos a corregir una idea: no es que “no podía dejar que las cosas siguieran el curso que el poder…”, salió de su casa sin brújula. Y lo del limón es verosímil pero no sabemos si cierto.

-¡¡¡Dele, tíreles a estos zurdos de mierda!!! ¡¡¡Apunte bien, cabo!!! ¡¡¡Tenemos la orden de arriba para reprimir!!! ¡¡¡Con cartuchos del 12, señores!!! ¡¡¡Todos a tirar, carajo!!! ¡¡¡Quiero las calles limpias en menos de una hora!!!

Parecían un grupito de rugbiers arengándose antes de salir hacia el boliche. Los canas estaban cebados, enardecidos, sus ideas se lubricaban en el epitafio: “la orden de arriba”. Diego oyó ese lugar común que pocos años después se convertiría en su encendido previo a la acción: “la orden viene de arriba, Velázquez”. Pero en ese diciembre de 2001 aún no era El Homoinvisible de manera que la frase solo lo remitió al abuso de poder y no a la orden de su patrón. Caminó unas cuadras más, el efecto de los gases lo obligaba a mantener el rostro cubierto con el pañuelo de tela embebido en jugo de limón. Una piedra le rozó el brazo y lo lastimó un poco. Esto es una mierda, prefiero verlo por la tele, se dijo y enfiló hacia Bolívar esquivando el carro hidrante que se acercaba furioso con su pene de hierro escupiendo agua a los ya pocos manifestantes vivos.

Y ahí lo vio. Un pibe escondido detrás de un cantero a la entrada de un edificio de departamentos forzando los párpados presuponiendo en el gesto la ceguera del cerco policial. Diego pudo ver cómo uno de los canas debajo de la máscara antigas había detectado la presencia de anhelada invisibilidad del militante. El policía hizo un gesto en el que se revelaron todas sus contradicciones de clase: giró la mira de su escopeta hacia el joven de ojos cerrados. Pero no llegó a pronunciar la palabra de alerta hacia sus cómplices uniformados, ni a jalar el gatillo dado que Diego ya lo había enviado hacia la vida verdadera al descargar una baldosa en su cabeza sin casco, baldosa provista a sus manos dubitativas de justicia por la crecida de la marea piquetera.

Se acercó al joven volviendo a la visibilidad delante de sus ojos celestes y de miedo. Estaba herido. Los agujeros rojos de sangre le recordardon los puntitos negros de la humedad del techo blanco de su baño. No sabía si se trataba de heridas leves de goma o sinceras de perdigones.

-Soy Diego.

-Yo, Tony.

Y sin más preámbulos que esa presentación, se trenzaron en un beso lleno de aliento a tabaco, a pavor y a lejanas promesas de amor. Diego sacó otro pañuelo de su bolsillo trasero, ya no tenía limón, entonces sacó su pito y lo meó. Se sacó el que tenía puesto en el cuello, se lo dio a Tony, se colocó el meado encima de la nariz y tomó la mano blanca de su rescatado. Permanecieron un rato escondidos, tensos, entregados al albur de la impericia policial. Hasta que al fin intuyeron que las fuerzas del orden habían logrado poner a salvo la integridad física y moral de la población porque ya no había movimiento. Salieron del mal escondite con los dedos calientes entrelazados y se fueron. Esa noche, luego de unas malas curaciones caseras en las heridas de Tony que ya sabían superficiales, durmieron abrazados, alcoholizados y cogidos. Felices.

Una mano tosca en el hombro lo sacó del viaje mitad clonazepánico, mitad nostálgico. Se sacó los auriculares turquesa y vio que era el patovica que mediante ese gesto previo a la irrupción de la humanidad lo invitaba a pasar al despacho del señor intendente. La gobernadora también lo esperaba. Antes de dar los buenos días, con disimulo, se acomodó la erección con la misma mano que había entregado a Tony ese 20 de diciembre de 2001.

DIEGO Y TONY acuarela por Vero Ocantos