Rolo es un niño. Vive en Mercedes, Provincia de Buenos Aires, junto a su familia. Su madre lo manda a comprar al negocio del Turco, ubicado a la vuelta de su casa por la misma manzana. El aprieta el dinero en sus manos pequeñas y recorre el trayecto que lo separa del negocio. Cuando entra, lo primero que llama su atención es la mesa grande al fondo del local. No es que no la haya visto antes, pero sus ojos indefectiblemente siempre van a esos rollos de tela enormes, a esa tijera brillante. Incluso cuando ya no está.  Ha pasado más de una década desde esta escena, que puede ser de cualquiera de las mañanas de su infancia. Rodolfo vuelve a su pueblo natal de visita después de un largo tiempo, y como en un ritual, va a comprar a lo del Turco. Salvo que allí ahora hay una verdulería, y mientras pide manzanas, el solo puede ver la mesa grande, los géneros, un lugar detenido en el tiempo que ya solo existe en su memoria.

Han pasado más de cuarenta años desde la primera escena y más de veinte desde la segunda. Nos encontramos a más de mil kilómetros de Mercedes. Es un día frío y soleado, y Rodolfo “Rolo” Capaccio entra al aula con paso lento pero seguro. Viste un conjunto beige y camisa a rayas, y apenas se posiciona frente a nosotros, su audiencia, empieza a hacer lo que hace ya tantas décadas viene haciendo, lo que mejor le sale: narrar. Rodolfo pinta el aire entre él y nosotros, construye un relato que se desliza amable y nos embelesa, nos enreda en su hilo. Comienza con algunas máximas: la escritura y la lectura están intensamente ligadas, si no escribís con asiduidad no logras soltura, tu forma de expresarte es tuya y tenés que buscarla. También habla de historia: dice que a partir de los años ’60 el proceso comunicacional comenzó a acelerarse y que “esto recién empieza”. Que a partir de los ’70 la comunicación se desdobla, profesionalizándose, por un lado, pero también volviéndose más accesible al grueso de la población por otro. Que somos “surfistas del proceso”, y estamos tan inmersos en el que no podemos tomar distancia para poder analizarlo. Sin embargo, enfatiza en que, como comunicadores, tenemos la obligación de consustanciarnos con lo que hacemos.

Capaccio es misionero de corazón. La provincia ejerció sobre el ese efecto tan curioso que decide ejercer sobre algunos visitantes, hechizándolos y haciendo imposible su retorno a su ciudad de origen, hasta el punto en el cual se sienten nativos de acá. En la madeja de relatos, como quien no quiere la cosa, Capaccio cuenta anécdotas personales que son, a la vez, la historia viva de la comunicación en la provincia. Pero fiel a su oficio, no las centra en esas hazañas, sino que hace foco en lo sensible de la situación, en aquello que en su momento lo hizo sentir algo y hoy indudablemente nos lo transmite a nosotros.

En el año 1979 comenzó a trabajar en la Universidad Nacional de Misiones (UNaM), y en 1980 realizó los primeros audiovisuales de la provincia, una serie sobre temas regionales. En cada cosa que cuenta se vislumbra el amor y el respeto que siente por nuestra cultura, que también es suya. Cuando esta serie estuvo terminada, coordinó mediante extensión de la universidad la posibilidad de realizar proyecciones audiovisuales en el interior con un camión con grupo electrógeno. De día proyectaban animaciones, por lo general en escuelas de madera. Recuerda el olor a humo y grasa, y la emoción de aquellos niños que por primera vez en su vida veían cine. Recuerda que un puñado pequeño miraba la proyección, y todo el resto miraba el proyector, maravillados por el milagro que sucedía ante sus ojos. Por las noches, proyectaban películas en los secaderos de tabaco. Puedo imaginar las sombras refulgentes de los hombres vueltos niños frente a esta experiencia nueva, me emociona pensar los nuevos sueños que pueden haber tenido a partir de ella. Durante estos viajes, Rodolfo tomaba fotografías de los espectadores, y cuando volvían a ir a esos pueblos, esas eran las proyecciones. ¡Cómo festejaban verse en la pantalla! Realmente creo que a esta altura no podemos dimensionar el sentimiento que debían tener frente a esta experiencia.

En el año 1986 Capaccio realiza el guión para el primer espectáculo de luz y sonido hecho en las ruinas de San Ignacio. Con el fin de escribirlo, busca relatos de testimonios de personas que las hubieran habitado, para poder ser lo más imparcial posible. Pasa noches enteras en las ruinas, oyendo las historias que ellas tienen para contarle. Acostado en una de las habitaciones, piensa en los nacimientos y las muertes que esta debe haber presenciado. La cantidad de comidas que sucedieron allí dentro, y como en ese momento tan solo él la habita pasajeramente. Qué honor. Dice estar obsesionado con el uso social del espacio. “Algo de locura debe haber”, ríe. Yo creo que es en esas ideas, las que no te dejan dormir, las que se meten en cualquier momento del día y te sacan de donde sea que estés, que se esconde la potencia creadora.

De tanto narrar, Rodolfo se convirtió en un personaje como los de sus historias. Se relata a sí mismo, y sus historias por momentos rozan el realismo mágico. Es que tanto ha cambiado desde que sucedieron las cosas que cuenta que por momentos olvido que son anécdotas reales y entro en un cuento maravilloso como una ávida oyente. En 1988 realizó el guión del recorrido turístico por la casa de Horacio Quiroga. Para medir los tiempos en los cuales cada parte debería sonar por los altoparlantes, Capaccio lo leía en voz alta mientras caminaba por el monte. Puedo imaginar un jovencísimo Rodolfo en el medio de la espesura verde, leyendo con su inconfundible acento bonaerense.

Rolo guarda todos los borradores de sus textos. Siempre tiene copias de las primeras versiones, para leer y ordenar. Siempre tiene, también, un papelito y una lapicera en el bolsillo. Recomienda fervientemente la relectura, y afirma que con el paso de los años el texto es siempre el mismo, pero le vas encontrando cada vez más cosas. “Siempre me sentí un poco repartido”, dice con respecto a su tierra natal, pero que después de cincuenta años, “a esta altura me siento de acá”. En algún lugar de San Vicente, una casa de madera que supo ser su primer hogar misionero lo respalda, da fe de que allí se realizó su bautismo litoraleño, de que allí se selló el destino de su vida. Una casa que quizás, hoy existe solo en su memoria.