Nota: se complica comprender de qué va este artículo si no se ha leído la primera parte que está en TFK.
Dada la espantosa incomodidad entreguerras, pensaríase, tal vez apresuradamente, que los primeros surrealistas tomaron este asunto de la metáfora (sexual) con pinzas. (“Tomar (algo) con pinzas» es, claro, una metáfora. Y las pinzas se pueden usar en una metáfora sexual). Lo intentaron todo el tiempo con dudosos resultados. En uno de sus poemas emblemáticos (“Unión libre”, del jefecito André Bretón) es dificil encontrar un verso que no sea un ejemplo de metáfora convencional: casi todas las partes del cuerpo de una mujer se parecen a cosas que se parecen a las partes del cuerpo de una mujer. Lo mismo sucede con muchos de los versos de Paul Eluard.
¿Por qué, “posmodernamente”, habríamos de volver a pensar por centésima vez que la historia nos pesa como esa novia que no olvidamos y que, por lo tanto, hay que contar las cosas de otra manera? ¿Cuál es la obligación estética y política que se nos vino? Estamos tentados, a esta altura del artículo, a dejar de lado el término sexual y hablar solamente de metáforas, aunque sospechamos que el asunto todavía puede servir aquí.
Porque sí pasaron cosas. Lo qué pasó entre otras cosas es que, masomenos después de la Segunda Guerra, el futuro llegó como no lo esperábamos. Y la cultura se decepcionó por haber creído durante un par de siglos en las bondades de la historia que iba a traernos cada vez más felicidad y nos trajo pobreza, campos de concentración y radioactividad en la piel. Es cuando Adorno se pregunta por la tradición así “¿Cómo escribir poesía despues de Auschwitz?”, cosa que también -aunque no se lo pregunten- se preguntan los artistas, y se lo preguntan a sus metáforas. Bien dice el amigo Lyotard que lo que llamamos posmodernidad es una forma de elaboración del “sueño” de la modernidad.
A ese taller literario que intenta elaborar la modernidad va Julio Cortázar, y hace un ejercicio que es un pastiche de Girondo, y lo publica para quedar como un discípulo desaventajado. Es que un neologismo puede ocupar el lugar de una metáfora pero, como siempre, hay que ver cómo. Tal vez fue por ese «cómo» que los jóvenes escritores de los 80tas en la Argentina dijeron que no querían tanto a Julio. Tengo por ahí alguna hoja del suplemento cultural de Página/ 12 que da cuenta del asunto pero no la encuentro. Por entonces, justamente, algunos teóricos hacían rebotar la palabra “posmodernidad” por el mundo.
Y por ahí vino William Carlos Williams a decir que “no hay ideas sino en las cosas”, entonces Kenneth Burke escribió al respecto: “Aquí está el ojo y ahí está la cosa sobre la que el ojo se detiene. Lo que transcurre mientras dure esa relación entre uno y otra, eso es el poema”. Y vino Capote (con Walsh, que lo hizo primero) agarró y dijo que cualquier acontecimiento (periodístico) puede escribirse como si fuera una ficción, lo que parecía una vuelta al naturalismo pero no lo era.
¿Podría un poema construirse con -por ejemplo- lo que llamamos “pornografía”? No exactamente, porque la pornografía no es como el acontecimiento sexual que aparenta testimoniar. Los posmodernos ya sabemos que “la realidad” no se puede representar tal cual es, y que el “realismo” consiste en una manera más de disimular esa falta. Sin embargo, las películas de Lars von Trier parecen dar crédito a la vieja metáfora sexual: lo único que hay que hacer para que una cinta en la que se ve a una chica chupando pijas todo el tiempo parezca artística es poner al lado a alguien que compare al sexo con la pesca.