La carta
Pensó que había dos formas de observar: una desde el movimiento que lo trasladaba hacia la ciudad en el traqueteo del furgón que los viernes pasaba a buscarlo, y la otra cuando lo que se movían eran las cosas.
Pensó que había dos mundos: el de los días con luz bulliciosa y el de las noches con sombras silenciosas. Se sirvió dos medidas de ginebra y desplazó su silla de ruedas frente a la ventana.
La noche se instaló dentro de la habitación. Buscó los fósforos y encendió la vela; el olor a cera se esparció en el correo, convertido en su vivienda, con bolsas de cartas llenas de polvo.
Reflejado en la lobreguez, era el mundo que se movía con él. Se llevaba todo: el trigo sembrado, las personas, los libros amarillentos de Clara, las doradas campanas que replicaban las distancias.
Sostuvo con las manos temblorosas la carta certificada de Clara. Ella escribió que vendría a buscarlo. Dejó su equipaje cerca de la puerta.
Una ráfaga de viento entró por los vidrios rotos; la vela cayó entre las cartas y el fuego empezó a consumirlas.
—¿Clara, eres tú? —preguntó elevando la voz—. Vamos, en Londres el clima es mejor.
Escribiendo encontré una pasión y así como se viven las pasiones escribo.