En los últimos días se difundieron dos documentos que dieron que hablar dentro del kirchnerismo (dentro de la militancia, quiero decir, y seguramente también dentro del gobierno, aunque eso no puedo comprobarlo) y que a mí, desde fuera, me parece muy importante pensar. Al kirchnerismo no me une el amor, salvo en el sentido muy indirecto de que hay personas que son kirchneristas y a las que amo, sino el espanto, o más bien el enemigo común, la derecha. En este contexto particular, en que la derecha más irracional y pelotuda parece estar ganando todas las batallas simbólicas, la crisis en el frente de gobierno es un asunto que nos interesa a todos.
Hablo, por supuesto, de este documento, firmado por un gran número de intelectuales respetables que, en algunos casos por el solo hecho de firmarlo, son considerados «albertistas»; y de este otro, suscripto por un gran número de intelectuales respetables que han quedado agrupados bajo el rótulo de «cristinistas». Un concepto que los une claramente a ambos, y que figura en ambos títulos, es el de unidad del campo popular, que viene a ser la asociación de dos conceptos que se las traen, a saber, unidad y campo popular. Otro concepto del que hablan ambos documentos es el de moderación. El Frente de Todos viene de librar una batalla interna en torno a la firma de un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI); claramente hay una disputa por lo que desde el núcleo cristinista se percibe como una actitud demasiado mansa del gobierno frente a los factores de poder nacionales e internacionales, y que yo, desde ya, comparto. Soy de izquierda (pido disculpas), así que me irrita esta moderación del gobierno, manifestada no sólo en el tema FMI sino también en el tema Vicentín, en el horror a poner un verdadero impuesto a los ricos y ni pensar en modificar la estructura impositiva del país, y en otros temas que ahora no me vienen a la mente y que no quiero recordar para no amargarme más.
Lo importante es que, lejos de rechazar o reinterpretar esta acusación, los «albertistas» asumen valientemente el carácter moderado del gobierno de Alberto Fernández y lo justifican con criterios atendibles. Nos toca un tiempo sin épica, dicen; sería absurdo querer volver a los años de Néstor, tenemos que gobernar ahora, lidiar con lo que se viene haciendo uso de lo que hay. Es importante no perder de vista que el enemigo está afuera, y mantenernos unidos para hacerle frente. Los «cristinistas», en tanto, rechazan enérgicamente este argumento. Lo único que se logra con este approach a la práctica política, dicen, es reducir el campo de acción propio y ampliar, en consecuencia, el de la derecha; entregar cada vez más lo que deberíamos estar cuidando, lo que nos llevó al poder.
No tengo mayores críticas al argumento central de los «cristinistas» que, como ya dije, comparto. Tampoco quiero ensañarme con los «albertistas» que, después de todo, están en algunos casos dentro del propio gobierno y saben mejor que nadie lo difícil que es maniobrar en esta tormenta. Una crítica que se le hace siempre a la izquierda y con bastante razón (aunque, por supuesto, no me parece útil para cerrar ninguna discusión) es que es muy fácil explayarse sobre los errores de una política cuando no se tiene la responsabilidad de gobernar. Sí me gustaría llamar la atención sobre otro concepto que no se nombra explícitamente en ninguno de los dos documentos y que, sin embargo, los ronda a ambos: el de desencanto.
Es un concepto que me parece interesante por varios motivos. Primero, por su resonancia mítica, que pide a gritos ser contemplada desde la perspectiva psicológica: si hay desencanto es porque hubo un encanto, un hechizo, y entonces hubo también un encantador: una figura capaz de torcer la realidad a su antojo, de dominar a la peligrosa serpiente, de conducir a las ratas fuera de la ciudad, de crear un mundo ilusorio para que vivamos en él. Por otra parte, me atrevo a decir que el desencanto no sólo es una constante en nuestro sistema político sino que es el principal motor de la alternancia política. Es decir, hay (creo yo) una mayoría de argentinos que no votan porque quieren ver ejecutadas ciertas medidas, sino porque fueron gravemente decepcionados por el partido que está en el poder y entonces votan al contrario; los analistas de tres al cuarto dicen entonces que «la Argentina es pendular». Un tercer motivo por el que me parece importante este concepto es que el desencanto es algo con lo que la izquierda ha tenido que lidiar durante décadas. Leí hace poco Cartas de amor de un comunista, el brillante libro de poemas de Isabel Pérez Montalbán, y que además de ser bellísimo capta a la perfección esa sensación de desaliento porque el mundo no acompaña aquel sueño colectivo que alguna vez fue posible; porque, como sobriamente lo admiten los «albertistas», la épica que alguna vez insufló ardor al movimiento ya no existe.
Y es en este tercer punto en el que quiero hacer hincapié. Porque ahí el desencanto circula en ambos sentidos. Y esto es algo que no veo que el kirchnerismo registre con demasiada frecuencia. Al desencanto del electorado respecto del movimiento se le opone, como en un espejo, el desencanto del movimiento respecto del electorado.
El propio origen del FdT fue el fruto de una constatación: si no hacemos esto, no nos votan. Hay ahí una decepción respecto de los propios votantes que en algún momento se enamoraron del kirchnerismo y ahora le dan la espalda. Los grados de aceptación de esta verdad varían, como es lógico. El célebre audio filtrado de Fernanda Vallejos muestra que hay quienes creen que los votos son de Cristina y no hay vueltas. Los firmantes del documento «albertista» podrían defender una posición contraria. Lo que subyace a ambas visiones es la certeza de que hubo un abandono, y como del otro lado está la estupidez (Macri, Milei, Bullrich), un juicio peyorativo sobre aquellos que dejaron de apoyar la causa kirchnerista.
El desencanto respecto de los votantes que no acompañan es, repito, una tradición en la izquierda. Hay formas de lidiar con eso, en distintos puntos de la escala de realismo. Una posición popular, que comparten el kirchnerismo y los partidos de izquierda, y que tiene claramente un sustento teórico, es que la opinión popular no es exactamente libre, sino que está manipulada permanentemente por los medios masivos de comunicación, que desde hace mucho tiempo determinan de qué y cómo se habla y son, así, una herramienta poderosa en la batalla política, generalmente puesta al servicio de las derechas.
Esto que dije arriba lo suscribo y no seré yo quien niegue el papel central que tienen los medios en la conformación de la hegemonía y el sentido común. Con todo, me parece que la demonización de los medios, a la que es tan afecto el kirchnerismo, no deja de ser una manera elegante de excusar a la gente por sus opiniones. Como lo señalan muy bien los «cristinistas» en su carta, hay factores muy concretos (uno se siente tentado de utilizar esa obscenidad de «objetivos») que explican el desenamoramiento de las mayorías respecto del frente que hoy gobierna: en el régimen albertista, los empresarios han seguido acumulando riqueza, mientras que los trabajadores y desocupados han seguido perdiendo. De ahí a Macri la diferencia sólo es de grado.
Por otra parte está claro, al menos para mí, que este juicio condenatorio sobre el elector existe, y que a veces cuesta disimularlo. En una democracia, la política necesita seducir continuamente a esa masa que es, en última instancia, la única que produce el necesario recurso de la legitimidad. Pero en más de una intervención pública se adivina el desprecio por aquellos a quienes se está intentando seducir. ¿Y quién puede culpar al gobierno, realmente? El mundo está lleno de boludos. Milei sacó el 13% de los votos. Es casi decir dos más dos es cuatro.
Una posible respuesta: hay que asumir que se gobierna para todos, es decir: para los listos y para los boludos, para los copados y para los hijos de puta, para los que se interesan en la política y para los que no tienen idea de quién es el intendente de su distrito, para los que votan siempre al mismo partido y para los que votan lo que la tele les dice que hay que votar. Y asumir esto es rebajar un poco o bastante las expectativas de una épica política que empuje el proyecto. Dicho de otra manera, desencantarse de entrada.
No me gusta esa respuesta, no me parece productiva por más que sea cierta en todos y cada uno de sus puntos. Tampoco sé si tengo alguna alternativa coherente para proponer. Se me ocurre que necesitamos que de ambos lados se produzca un enamoramiento más maduro. Es decir, que no sea necesario para el encanto atribuirle al otro (en un sentido, el movimiento; en otro, el pueblo) cierto grado de perfección. Porque eso sólo lleva al desencanto. Lo que quiero decir es: dejemos de enamorarnos como adolescentes y empecemos a buscar amores adultos, que son los que asumen los defectos y manías del otro y no por eso dejan de buscar la seducción y la convivencia feliz.
Es una épica de grado menor, pero quizás es la épica que necesitamos.