Soy bastante más viejo que la democracia. Cuando Raúl Alfonsín asumió la presidencia, hace exactamente cuarenta años, faltaban justo tres semanas para que yo cumpliera nueve. Viví, entonces, mi propia crisis de los cuarenta hace casi nueve años, y ya estoy más cerca de la siguiente, la del medio siglo.
Las crisis de los países no son iguales a las de las personas. No se parecen ni un poquito. Para los bípedos como vos y yo, arribar a una crisis de la mediana edad significa enfrentarse a lo que uno es, a lo que la vida ha hecho de uno, y también, claro, a lo que uno ya no va a ser: a la cerrazón del panorama que se va reduciendo con el paso del tiempo. Pero para un país el panorama siempre está abierto (porque las personas morimos y los países no) y la memoria no se acumula. Entonces el peso de la historia no se siente cada vez más sino cada vez menos, se diluye. Es la insoportable levedad del ser de la que se lamentaba Kundera y que, según advertía, nos condena al eterno retorno de lo mismo.
¿Quién tiene la culpa? Nadie, probablemente. Se ha escrito mucho, muchísimo, sobre la importancia de preservar la memoria histórica, y sobre cómo esa tarea va variando inevitablemente a lo largo del tiempo, pero puede que nadie sepa bien cómo hacer para detener la bola del olvido que se rueda colina abajo a través de las décadas; ni siquiera las Madres y las Abuelas a las que (nosotros) queremos tanto. La mayoría no olvidó, sino que nunca tuvo el recuerdo de lo que había antes de la democracia: no había nacido. Ante la imposible existencia de memoria individual, ¿cómo preservar la memoria colectiva, sin que se convierta en una pieza de museo? El que lo sepa, que avise.
Por eso, quizás, la crisis que vivimos hoy, a cuarenta años del renacimiento de la libertad, tenga la marca de un reclamo, justamente, de libertad, sobre el que vienen montadas las ideas (y los propósitos) de aquella dictadura que procuró excluir, extirpar, encerrar, expurgar. Una contradicción que sólo se explica si tenemos en cuenta que las pesadillas que vivimos a fines de los ochenta y a principios de este siglo ya son, para buena parte de la población, cosas no vividas, tradición oral.
La crisis en que nos encuentran las primeras cuatro décadas de esta democracia que supimos conseguir es complicada porque por detrás de los elementos más obviamente visibles, sobre los que todo el tiempo nos peleamos respecto de cómo resolverlos (la inflación, sí, pero también la corrupción, el clientelismo, la recurrencia del delito violento y la violencia en general), hay otros que apenas se ven, o que sólo se ven cuando uno los mira, y que resultan inatacables. Mientras discutimos sobre el futuro de YPF o el Banco Central nos arrastra, a todos por igual, el viento de la Historia. Y su soplo está hecho tanto de desmemoria como de fake news, tanto de oleada derechizante como de individualismo, tanto de algoritmos como de un desplazamiento de toda concepción de clase en nombre de políticas de la identidad.
Hay ramalazos, breves agitaciones que avivan las brasas de la verdad. Como el estreno de Argentina, 1985, que con todos sus defectos (el principal, minimizar el carácter colectivo de la puja por la justicia) trajo a la luz, vívidamente, un hecho que se mantenía enterrado bajo la atomización de los discursos y la desarticulación de los razonamientos en la era de TikTok: hay una continuidad entre aquella dictadura sangrienta y los programas de figuras que fueron surgiendo después, que se adueñaron del poder con mayor o menor constancia. Hay una continuidad, no sólo de sangre, entre los represores de los setenta y Victoria Villarruel.
No alcanza, por supuesto. Nada alcanza, quizás, para detener esta crisis. Aunque tuviéramos una comprensión cabal de sus razones y mecanismos, quizás tampoco alcanzaría. Conocer la ley de la gravedad no nos ayuda a salvarnos cuando ya nos estamos despeñando.
Y sin embargo, pasada mi propia crisis de los cuarenta, y con los cincuenta ya más encima de lo que quisiera, sigo creyendo que la apuesta ganadora es a la esperanza. Porque siempre, invariablemente, me equivoco, y ahora no veo ningún horizonte auspicioso, entonces obviamente tiene que haberlo. La novedad, la puesta en cuestión, se cuelan por el lugar que uno no está mirando (y acá, cuando digo “uno”, quiero decir “yo”). Como en los setenta, como en los albores de este siglo y como ahora, también, aunque no me guste, siempre son los jóvenes los que ven lo que está pasando y los que hacen que pase. En lugares como éste (Trafkintu) se incuban la resistencia y la ruptura.
Pero no me preguntes cómo funciona. No sé.