El trinar del músico frustrado. Directo a Comala.

Una tarde de primavera, los pájaros entonaban sus melodías al pie de los arboles que comenzaban a ser vestidos con sus colores favoritos, y el violín de Briscioli dejó de sonar bruscamente. Sus danzarinas manos habían dejado de bailar sobre el fino diapasón, los funambulistas de ella no podían ya sostenerse sobre las cuerdas. «¡No puedo, no puedo!», pensó. Y la verdad es que cada vez podía menos. A cada intento, lograba finalizar menos compases. Dejó de interpretar el Trinar del Diablo de Tartini que tanto le gustaba para comenzar a sentirse un muñeco de trapo aporreado por la vida.

«La sensación… –explicaba a cada médico que visitaba- es paralizante. Simplemente no puedo mover mis dedos. Sé perfectamente cada pieza, pero no logro interpretarla». Pero no hubo médico alguno que encontrase anomalías en su organismo. «Los pulmones se inflan: el corazón percute; actividad neurológica con niveles estándares de electricidad; colesterol bien engrasado; la sangre golpea bien sus arterias; huesos, ni crecen ni menguan; tendones, tensos; ligamentos, ligan…», en una palabra, le dejaban claro que su cuerpo funcionaba con normalidad. Acudió a múltiples psicólogos. «El problema no es el problema; el problema es usted, o mejor, perdone la mala expresión, está en usted que crea el problema cuando se enfrenta a la realidad; pero la realidad no es el problema, ¡y usted tampoco!, sino lo que usted hace con aquella… ¿me entiende?» Y no, no lo entendía, y el psicólogo tampoco. Un amigo suyo, filósofo, gran estudioso de C. Méndez, argumentaba con sabiduría metafísica tan profunda como pantanosa: «tenés que pensar que podes tocar lo que querés tocar, y si no querés tocar, entonces tenés que pensar que querés querer tocar, y si ni siquiera eso querés, bueno, pensá que querés pensar que querés querer tocar, y si…», ya se ve por donde iba.

Su familia lo miraba perpleja, ¡parecía un fantasma! Se arrastraba de un lado al otro, intentando continuamente tocar su instrumento, hacer sonar su vida. De ayer para mañana, aquél cuya sonrisa era constante luz sobre el día de su familia, aquél cuya vida era melodiosa armonía para el resto, murió. Una de sus hijas, apasionada de la literatura, al verlo comprendió que no hacía falta ir hasta México para encontrar la Comala de Juan Rulfo, pues su padre la halló sin moverse de su casa; más aun, la llevaba dentro.

Por su parte, Briscioli empezó a ver todo como… difícil encontrar palabra; como sin sal, digamos. La sonrisa de su hija, era sólo eso, una sonrisa; los «buenos días» de su esposa, sólo «buenos días»; las piezas musicales que amaba, sólo tales, piezas musicales; el perro que lo acompañaba desde su adolescencia, un mero perro; el vino patero mendocino que gustaba tomar, vino… Todo empezó a ser «sólo eso y nada más».

Aunque su vida se fue apagando poco a poco, la muerte de Briscioli fue rápida, súbita. Claro que siguió tomando su café, llevando a sus niños a la escuela, yendo a dar clases; su rutina continuó, sin vida, pero siguió. Dicen, pues esta es historia conocida del pueblo, que al ser finalmente enterrado (¡cuánto tiempo fue un cadáver andante!), los presentes se percataron de una mancha negruzca, del tamaño de un puño, en su pecho. Algo se había empezado a descomponer mucho antes que el resto del cuerpo.

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