Se sabe que a las personas mayores se les suelen quebrar los huesos, que un mal paso puede hacer que caigan, y entonces, el crujido anuncia la fractura. Pero lo que casi nadie entiende es que el proceso es al revés. Es el hueso el que, debilitado, se rompe primero, y es esa rotura la que provoca la caída.
Dicho suceso es, en su totalidad, un reflejo exacto de lo que ocurre con el corazón.
Cuando el corazón se parte, no es la caída lo que lo quiebra, sino al revés. El quiebre ocurre antes, en silencio, cuando nadie está mirando. Algunas veces se rompe mucho antes de que lo sintamos.
Tal vez el amor no fue lo que nos hizo caer, sino el vacío que dejó cuando entendimos que ya no era una posibilidad. Y desde entonces, nos encontramos en caída libre, con la misma sensación de quien se arroja desde el borde de una eternidad.
¿Sentiste el vértigo cuando todo lo que una vez nos sostuvo desapareció bajo de nuestros pies?
Y en el aire, mientras caíamos, intentamos agarrarnos a cualquier cosa: recuerdos, palabras no dichas, promesas que creíamos verdaderas. Pero nada detuvo la caída. Nada alivió la presión en el pecho, ese vacío que se expandió donde solía estar el calor de los latidos.
Dicen que el impacto es lo que más duele, pero, a veces, el dolor ya estaba ahí desde antes.
El corazón se quiebra y caemos, y no hay, no existe, manera de evitarlo. Caemos sin fin, sin lugar al que volver, porque las eternidades que alguna vez nos prometimos se derrumban en un susurro, y todo lo que queda son los fragmentos de lo que pudo ser. Y es probable que algún día, cuando estemos en el fondo, descubramos que la caída no nos destrozó del todo, que hubo una manera de levantarnos. Pero hasta entonces, nos encontramos en el aire, con el alma rota. Y no puedo parar de preguntarme, ¿podría mi corazón, roto y fragmentado, volver a latir con fuerza en tu presencia?