En el 2010 escribí esto y me parece que se puede leer con el diario del lunes del macrismo:
Para György Lukács (y por extensión para Bertolt Brecht), el problema con Kafka es su pesimismo, es decir, la falta de una perspectiva progresista –sí presente en Balzac o Goethe– incluso en un contexto desalentador, de decadencia capitalista, guerra mundial y fascismo. A partir de esa clave que propone Lukács para leer las manifestaciones artísticas, me pregunto si necesariamente hay que producir una literatura optimista. Al revés de lo que proponía Lukács –hacer obras acabadas, totales, para criticar la realidad fragmentada y alienante del presente– se pueden hacer obras por contraste en un presente de estabilidad socioeconómica, a partir de la representación de una realidad desencantada o incluso decadente, como testimonio de cierta potencialidad de la cultura, de lo que siempre puede ser una organización social, política, y que eso no sea, necesariamente, una crítica al estado de cosas del momento o a un gobierno de turno. La pregunta, enunciada en términos temerarios, podría ser por lo que Brecht (ya no Lukács) puede aprender de Kafka. Más allá de la reticencia para con su pesimismo histórico, puede aprender, justamente de ese pesimismo, algo acerca de los peligros de su historia contemporánea, como la burocracia alienante o las profecías ciegas acerca de una policía secreta nazi o soviética, y eso no ir en desmedro de una idea progresista de la historia. Ernst Bloch escribió, en respuesta al ataque de Lukács contra el expresionismo: “¿No existen relaciones dialécticas entre la decadencia y el ascenso? ¿No hay aquí también materiales de transición de lo viejo a lo nuevo?”. De ahí, la pregunta que en realidad me quería hacer: ¿no somos acaso los de mi generación, políticamente formados durante el kirchnerismo, hijos de diciembre del 2001?