Fue en el tercer año tras la Unión, por algún pueblo de Roraima. El joven dolorido se alzó, lento, sobre sus cuatro piernas, inseguro en plena selva. Detrás suyo quedaban quienes lo odiaban y habían desterrado, quienes lo amaban y habían defendido. Enfrente estaba la oscuridad del abandono.

El juicio fue injusto, condenado de antemano por su condición. Agueda, la responsable del almacén que lo denunció, le había prohibido la entrada durante su infancia hasta que el tribunal la desautorizó. Esta era su venganza, servida tras años de cocción.

Sucedió durante una discusión por la llegada de una extranjera. Agueda quería su persecución por entrada ilegal al municipio, coincidencia que fuera seca como el joven. La enfrentó en la reunión y ella le gritó abominación, sin atender sus argumentos. Le deseó la muerte, a lo que el joven se asustó y trató de huir.

Resbaló mientras giraba, y eso bastó para sacarle su mundo entero. El piso del almacén, donde sucedió el debate, tenía un revestimiento que no le permitía pisar bien. Esa era la razón oficial de la veda, que Agueda consideraba que le afeaba los pisos al marcarlos con sus pies como clavos engomados.

No importó la apelación. Por su agresión contra ella lo declararon amenaza, lo que deseaban tantas personas. Su madre imploró piedad, pero ella también era culpable por su existencia y nadie la escuchó. Debía enfrentar el mundo solo y morirse pronto, si era posible.

Su familia se quedó en el pueblo, él era un hermano entre tantos. Se hizo lo que se pudo, le dijeron en el abrazo antes que la procesión se lo llevase lejos. Lo hicieron caminar bajo pena de muerte hasta el límite del pueblo y, desde entonces, era problema de otro.

Cada paso que daba lo hacía más fuerte, las uñas hundiéndose en la tierra, en el canto, en la roca. El dolor perdió intensidad y ganó consistencia, le daba solidez. Las ramas se clavaban en su cuerpo pero, si resistían, terminaban arrancadas con un chasquido. Nada lo detendría, incluso no tener destino.

Pero frenó al ver a la extranjera, sentada bajo el sol marchito en un claro, el reflejo de la luz anaranjada en la plata pulida de su piel descubierta. No se inmutó por la llegada del joven, ni porque se le quedara mirando con la boca abierta.

—No es permitida en estas tierras— le gritó con desesperación, —ni yo tampoco por defenderla. Nos matarán si nos encuentran.

La extranjera siguió en silencio, sin rostro que delate un sentimiento.

—Igual tiene oportunidad de solicitar asilo, yo ya estoy condenado al exilio. Es la ley, están obligados a recibirla.

Como no había respuesta, el joven se preguntó si estaría entendiendo, incluso si podía escucharlo. Le hizo una seña para que se acerque y volvió para el pueblo. La extranjera se levantó sobre sus ocho miembros y comenzó a seguirlo, sin dirigir una palabra.

Al llegar al puesto de guardia en la entrada, dos voces le salieron al cruce:

—Luis, andate ya antes de que te disparemos— dijo una antes de ver a la extranjera parada junto al joven.— ¡¿Qué hiciste?!

—¡¡¡Alarma, alarma!!!—anunció la otra mientras les apuntaba con su rifle—¡¡Aseguren el área!!

Pronto el capitán, con quien había servido durante su entrenamiento, se hizo presente junto a una docena de guardias. El joven les gritó:

—Tengo hasta la puesta del sol para irme de la comuna, y está escrito en ley que deben recibir a esta persona.

—La recibimos, sí— le respondió mientras tomaban posición enfrente suyo, —y la vamos a entregar al tribunal que corresponda para que la ejecuten. Esa «persona» es una cultista de Candamaruta. Ordenan la separación del calcio y otros metales de los cuerpos húmedos, para después carbonizar el resto. Nunca vamos a vivir con alguien así, vos al menos tenés un corazón de carne latiendo ahí dentro, ¡y nos traicionaste igual!

Las palabras se le anudaron en la garganta al joven mientras retrocedía, asustado. Crecía el ruido de más vecinos que se acercaban, armas en mano, y pedían muerte. Otros querían ser testigos de esta. A varios los reconoció de entre quienes estaban presentes en su juicio. La extranjera no se movió.

Avanzaron con cautela por los flancos para rodearlos, trataban de acorralar a sus presas. Unas pocas personas imploraban que los dejasen ir para evitar problemas. Fue entonces que la extranjera comenzó a zumbar, y el chillido en respuesta provino de todos los rincones de la selva.

Un enjambre de alas, filosas como obsidianas, cayó en picada sobre la tropa, desprendiendo apéndices y gritos de terror. Sombras surgieron detrás de los árboles y dispararon desde la lejanía. Eran los seguidores de Candamaruta, madre de dragonas, que habían emboscado a su cena.

La extranjera se abalanzó sobre el capitán, inmune a los disparos de la guardia, que ni siquiera marcaban su piel a corta distancia. Mostró una abertura entre sus miembros, desde donde aspiró con fuerza mientras lo sujetaba. La succión contra el filtro aplastó sus tejidos, y de él solo quedó una pasta reseca.

El joven se paralizó, observaba la masacre. Vio a sus amistades de la infancia inertes o gimiendo piedad. Agueda yacía en el suelo, sin las manos que todavía aferraban su rifle. Comenzó a acercarse, sin entender qué hacía, y la extranjera pronunció con dificultad sus únicas palabras:

—Comé, estás débil.

Se manchó de barro y sangre mientras revisaba su cuerpo, la mirada fija en las pupilas quietas ante la muerte. Los tendones se deshilachaban como la ropa que lo obligaban a usar cada día, las barreras caídas ante el recuerdo de cada golpe e insulto. Levantó la pulpa maloliente y la acercó a su rostro.

Mojó sus labios y recordó que tenía hambre, tenía sed, tenía ansias de vida. Mordió, arrancó, lamió cada vez con más furia, con desenfreno. Hizo crujir ese cuerpo, y otro y otro. Ya no reconocía si alguna vez los había querido, solo que era una criatura de la noche presente en el banquete de victoria.

Saciado, miró a la extranjera, a sus compañeros que compartían la comida también. Lo aceptaban, contentos en el festín que les había traído. Robaron del pueblo todo lo que consideraron útil para el viaje, y consignaron al fuego el resto. El joven los guió en el camino mientras saqueaban los tesoros.

Así comenzó la carrera de Luis Besouro, lugarteniente de Kupaa, quien llegaría a ser uno de los piratas más temidos del Caribe y el Orinoco. Recién terminaría con su muerte, a manos de la Unión Humana en la batalla de Jacmel, veintiocho años luego de que su casa natal ardiera. Esta fue otra llama del odio que hubo que apagar.