El lunes me emocioné viendo el partido de la selección argentina de fútbol femenino contra Japón. Real, con lagrimita y todo. Suena un poco exagerado pero lo sentí muy fuerte, porque me llevó a pensar un montón de cosas sobre el fútbol que tal vez antes habían pasado por mi cabeza, pero de una manera más pasajera y superficial.
Soy hincha de River desde siempre, a veces los sigo con más efusividad y otras veces con menos. Toda la vida viendo los partidos de mi equipo en donde todos los jugadores son hombres, el técnico es hombre, los preparadores físicos, hombres, los árbitros, hombres. En fin, un mundillo (no tan mundillo en realidad, si pensamos el lugar que ocupa el fútbol en nuestro país) de hombres. Que las mujeres jugaran al fútbol era un tanto anecdótico, con repercusión nula, para nada digno de ser televisado y menos todavía de ser mencionado en programas futbolísticos. De hecho, para mí ni siquiera existía.
En el colegio, la clásica división: el deporte para los varones era fútbol, para las mujeres handball y/o vóley. Un día cuando era chica fui a un cumpleaños en una quinta y los pibes estaban jugando. Yo estaba con dos amigas mirando desde afuera y, medio en joda, nos invitaron. Yo entonces cuando tuve la pelota, empecé a correr al arco. Nadie me interceptó en el camino, y metí un gol. Y ahí me sentí una idiota, porque no se suponía que tenía que hacer eso. Creo que esperaban que no hiciéramos nada y nos quedáramos paradas decorando el césped, y por eso nadie me disputó la pelota y nadie festejó el gol. Fue como si hubiera sido un desvío del juego real. Así se va forjando ese bello proceso de interiorizar una inferioridad asignada (como dice una autora que descubrí hace poco, Joan Kelly), que se nos da en todos los campos de la vida, pero en este caso, en el del fútbol.
Creo que eso ilustra bastante bien lo que ha sido ese deporte (en su rama masculina) para mí hasta ahora. Algo que me atrae y me expulsa al mismo tiempo. Me invita y a la vez me niega. Me atrae porque me gusta verlo, ir a la cancha, seguir la trayectoria de mi equipo. Creo además que el lugar de espectadora/hincha también se debe disputar, no puede quedar solo en manos de los hombres. Sin embargo, pareciera que para ser hincha mujer y bancar y opinar sobre el fútbol masculino hay que estar, tal vez más que en cualquier otra disciplina, sobrecalificada. Saber muchísimo más que los hombres para ser al menos tenida en cuenta (dicho sea de paso, ¿alguien escuchó alguna vez algún programa futbolístico con paneles de 10 onvres gritándose entre sí a ver quién pone más huevo en la cancha? Es insoportable). El fútbol masculino tiene sus cánticos homófobos, racistas, sexistas (la idea de cogerse al equipo oponente es directamente homóloga al concepto de violación), y siempre me termina poniendo en un lugar incómodo. Entonces es eso de nuevo, nadie me impide la entrada a ese lugar pero en realidad, ese lugar no es del todo para mí.
No es una cuestión de ponerse en víctima tampoco pero es cierto que, a mí por lo menos, me genera un millón de contradicciones. Amo a mi equipo y lo festejo siempre, pero no puedo abstraerme al 100% de estas cuestiones. Si nos gusta el fútbol no tendríamos por qué estar condenadas a ESE fútbol con ESAS expresiones. Porque además, como en tantos ámbitos, lo masculino se presenta como lo universal: “LA selección” pensamos en el conjunto de jugadores hombres, “X equipo” (River, Boca etc.= equipo de hombres), “EL fútbol”, «EL mundial» (hombres, ombres, onvres).
Todo esto es para decir que el lunes me emocioné porque nunca imaginé la posibilidad de ver un grupo de pibas jugando un mundial televisado (¡en la TV pública encima!) . No se me creó esa idea en la cabeza siquiera, por tener tan naturalizada la idea de fútbol= masculino, de nuevo la tan peligrosa universalización. Es difícil de explicar esa rareza que sentí al ver el partido. Se sintió como si estuviera viendo fútbol por primera vez, y fue algo parecido a eso de des-automatizar la percepción (ja). Me impactó muchísimo, a nivel visual incluso, que las jugadoras fueran mujeres, la técnica de la selección japonesa, mujer, la árbitra, mujer, y, por favor, hasta las juezas de línea eran mujeres. Me impresionó ver la repetición de las jugadas en cámara lenta, los enfoques a las caras de las pibas, todos esos registros con las cámaras que parecían eternamente destinados a los jugadores hombres, esta vez siendo dirigidos a mujeres. Con sus pelos cortos, largos, atados, trenzados, teñidos.
Pero también con una seriedad y un compromiso con ese juego, sabiendo que no solo están peleando el resultado de ese partido, sino algo mucho, muchísimo más grande. Es una embestida a uno de los bastiones más machistas y cerrados a las mujeres que existen todavía. Estefanía Banini, la 10 y capitana del equipo, dijo al final del partido: “Pudimos reflejar esa lucha que está haciendo la mujer argentina por la igualdad”. Hicieron un juego inteligente con los objetivos clarísimos.
De cualquier manera no quiero romantizar la situación. Sabemos que esto no es de ahora, no es nueva la lucha que está dando este grupo de pibas. La precarización que viven las mujeres que se dedican al fútbol profesionalmente se empezó a visibilizar con el caso de Maca Sánchez, pero viene desde hace mucho, desde “Las pioneras” a esta parte (¿O antes todavía? Debería investigar). Siempre estuvieron y siempre estuvimos, pero ahora nos ven.
Toda esa maravilla y rareza que sentí (y siento) al ver jugar a la selección femenina, algún día no será maravilla ni rareza. Siento que no hay ningún ámbito de esta sociedad que no sea machista pero que, a la vez, entonces, no pueda ser movilizado por el feminismo. Esto es larguísimo, es tedioso, es un trabajo de hormiga, pero hoy por lo menos, la selección de fútbol femenina tiene su primer punto en un mundial y es un montón, es muchísimo, es hermoso.