En mi pueblo no hay mendigos, y yo no quería ser el primero. Pocas veces había visto uno. Desaparecían después de un par de días. Pero un incendio en el tambo me arrebató mi trabajo sencillo, dejándome en la calle de un día para el otro.
La familia Pagano me había contratado a través de mi primo. Les comentó que había perdido mi trabajo y que estaba desesperado. Decidieron llamarme.
Era sencillo. Solo tenía que encontrar a gente sin casa, que era bastante identificable en un pueblo tan pequeño, e indicarles que vayan a cierto lugar. Les decía que allí encontrarían un plato caliente y un lugar donde dormir. Todos desconfían al principio, como es natural, pero acababa por convencerlos después de insistir.
Durante los meses que trabajé con ellos pude comprar un microondas y arreglar el lavarropas. Me compré una bicicleta y le cambié el alimento a la perra. Le compré zapatillas a mi pareja y una nueva campera.
Sin embargo, la cantidad insólita de dinero que me pagaban por cada encargo se me hacía rara. Y más raro se me hacía que me llamaban muy irregularmente. A veces tenía que completar tareas dos días seguidos, y en otras no tenía noticias de ellos durante semanas. Comencé a hacerme preguntas. ¿Qué pasaba con esa gente? Recordé, también, que no volvía a verlos por la calle.
Así, le comenté a mi primo si sabía algo sobre esta gente. Me comentó, una vez que había ido en su día libre, un sábado, a buscar una campera que se había olvidado. Estacionados en el patio vio como ocho autos estacionados, pero no vio a nadie dentro de la casa. Me dijo que entró a la propiedad, agarró sus cosas y se fue sin ver a nadie.
Ese mismo sábado, me escabullí en el patio de la casa. Me escondí entre los árboles del cerco y allí me quedé desde las tres de la tarde. Sabía que la semana anterior había concretado una tarea, un viejito que le decían Cocu Álvarez, así que esperaba respuestas. Y si no las había esperaría al siguiente.
En efecto, autos aparecieron. El abogado “Polaco” Lewandoski, Graciela Müllers, Juan “Tucu” Gómez, Eduardo Solano, Michael Brown… Todos personajes del alto mundo que bajaron y caminaron hacia la casa. Los Pagano los recibieron con una sonrisa y, en vez de entrar, rodearon la casa y fueron hacia un galpón que había detrás de la casa. Cuando entraron en el edificio, me acerqué a la puerta a escuchar.
Esperé varios minutos y miré por el ojo de la cerradura. Cocu estaba desnudo, arrodillado y amarrado de formas extrañas en el centro de una estrella de tiza. No reaccionaba. Los Pagano y sus invitados, ubicados uno en cada punta de la estrella, murmuraban. Se retorció, pero, impedido por las sogas, cayó al suelo y comenzó a expulsar espuma por todos lados. Contuve la respiración.
Y de repente Cocu gritó. Pero no era un grito, era un aullido sepulcral, un alarido ajeno a este mundo. Se elevó lentamente en el aire mientras su columna se arqueaba en ángulos no humanos. De las líneas de tiza nacieron filos hilos, como telarañas, que lo envolvieron lentamente. Por un momento pensé que la escena transcurría bajo el agua.
Los hilos se tensaron y el cuerpo del hombre se cortó en cientos de pedacitos que cayeron al piso. Los encapuchados esperaron un momento y luego se acercaron. La mano del Tucu salió de la túnica para agarrar uno de esos trocitos y llevárselo a la boca. Los demás hicieron lo mismo, enzarsados en una orgía de canibalismo cada vez más hirviente y espantosa. Escuchaba a través de la puerta como sus bocas masticaban cada trozo de carne, el sonido viscoso de los jugos cayendose de sus labios.
No quise saber más. Corrí. Corrí tan lejos como pude, atravesando el bosque de coihues. La casa estaba metida en la montaña, así que recién tras unas horas de escapar frenéticamente, llegué. Le dije a mi pareja que volviésemos a Buenos Aires en ese instante. No entendió y me pidió explicaciones, no se las di. Guardé un par de cosas dentro de la primer mochila que encontré y luego agarré a la perra para meterla de prepo dentro del auto. Mi pareja se subió al lado mío con un paquete de galletitas y su billetera.
Acomodé el espejo retrovisor y arranqué. Marcha atrás, salí de casa y encaré hacia la calle principal. Estacionada en la esquina, estaba la camioneta de los Pagano.
Bolsonés de cuerpo y alma. Estudio literatura en la Patagonia y en mis ratos libres preparo la leña para el invierno.