“Borremos todas las huellas. Borrame
si podés el morado del cuello,
el púrpura del pecho, el rojo del pezón,
el fucsia de la cara, el calor
de las mejillas, el beso
de la frente, de la boca el mordiscón.”
Quise escribir y no pude, en el papel aparecieron en lápiz seis versos pedorros, feos feos. Barthes decía en su libro más cursi que el amor y la imposibilidad de escribir van de la mano. Yo tengo ganas de retomar lecturas previas — repiquetear — y decir que el amor es no una sino una conjunción de imposibilidades. Lo llegué a leer visceral, lo llegué a escuchar abrasador pero descreo. A mí no me consume. A lo sumo me confunde. Y en esa confusión, en ese vértigo, trato de teorizar sobre lo que no sé ni entiendo y voy y toco de oído queriendo acordarme alguna cita, un fragmentito o comentario, por lo menos un autor que le aporte un poco de sentido a esta gran estupidez. Porque es estupidez, sí, es sopor. Es tener los ojos entrecerrados casi en blanco, es querer mirarte con los párpados pesados mientras me tocás, es sentir insuficiente el tacto aunque estés tan dentro mío como puedas estar. Quiero más y no se puede. Te recorro con la punta de las uñas, de un lengüetazo te pruebo un poco y aunque chupe, arañe y muerda siempre me quedo corta. Otra vez una derrota. No te puedo llenar, no te puedo leer, no te puedo drenar. Por más mano que meta una parte tuya se me escapa siempre impenetrable, me mirás y me mirás y me levantás una ceja como si vos también te supieras inaccesible, como esperando en vano que me meta de lleno en tu abismo. Pero no lo veo asomarse atrás de tus anteojos, y si no lo advierto entonces tampoco creo que tenga algo que darte, algo que precises. Y qué bueno, qué paz da sentirme prescindible porque si no me necesitás entonces elegís estar conmigo porque sí. Y al mismo tiempo qué frustrante.