Lo que más nos intrigaba a los niños de la calle C, era el ataúd que el viejo Miranda tenía debajo de la cama.
Competíamos por hacerle los mandados porque eso nos daba ocasión de entrar al comedor de su casa, entregarle el pedido y quedar a dos metros de su habitación. Al menor descuido del anciano, podíamos agacharnos lo suficiente para espiar el costado del ataúd, de madera lustrosa, con herrajes de bronce, que asomaba bajo el lecho.
No eras un intrépido integrante de aquella barra sino podías a últimas horas, relatar esa aventura en las juntadas de la terrosa esquina bajo el foco del alumbrado público.
La época en que los zanjeros daban forma a las acequias, éstas quedaban como perfectos palcos donde acomodarse a sostener nuestras infantiles conferencias.
Eran los años 60 en una Mendoza aromada en vino, cuecas y piso de tierra.
El viejo Miranda vivía solo. Día tras día caminaba por el largo callejón que partía desde el barrio de Villa del Carmen y llegaba hasta la Ruta 7. Se desplazaba lento por el suelo arenoso del sendero con las manos a la espalda.
-¡Buen día, Don Miranda!- Recibíamos entonces un áspero gruñido como única respuesta.
Cualquier cosa que haya dicho, los mandados que le hacíamos, las frutas que le robábamos, a que distancia pasamos por su lado en bicicleta. Todo era desmenuzado en las sesiones vespertinas.
Fue por lejos, el tema preferido de nuestra infancia.
Era una especie de ogro bondadoso. Aunque solía enervarse cuando la pelota penetraba el espacioso terreno del fondo y aplastaba los tomates, pimientos, zapallitos del tronco; o llegaba a quebrar el tallo de una planta de maíz cargada de choclos.
Si esto pasaba, en un arresto de coraje saltábamos el alambrado e invadíamos el huerto al rescate del balón.
Algunas
veces, cuando la ráfaga de nuestras siluetas era captada por el alerta anciano,
éste profería amenazas aterradoras y decretaba con ello, el final del partido.
Una estratégica retirada era lo único que la prudencia aconsejaba.
Afortunadamente; un día de ausencia nuestra, bastaba para obtener la amnistía necesaria para acercarse nuevamente a la diminuta tranquera de su casa. Íbamos de a dos para darnos ánimo y golpeábamos las manos. Don Miranda salía entonces y preguntaba secamente con graznido de loro viejo:
– ¿Que quieren ahora?- acompañando su interrogatorio con un movimiento hacia adelante de su barbilla poblada de espinas blancas.
– Don Miranda, ¿necesita que le hagamos algún mandado? – Era nuestra divisa conciliadora.
Una respuesta afirmativa significaba la prescripción de toda acción precedente y la vuelta a jugar en el baldío de al lado de su casa.
Eramos su pesadilla y la única relación humana que tenía.
¿Porque guardaba Don Miranda un ataúd bajo la cama? No es que nos faltara atrevimiento para preguntarle. Por el contrario, debió ser la pregunta que más veces un puñado de muchachitos le habrán hecho a alguien en su vida.
– Para meterme ahí cuando me muera- respondía.
¡Pero eso era demasiado obvio! Y además daba por concluido el misterio. Debía haber algo más. ¡Tenía que haber algo más! Si toda explicación terminaba en la concreta utilización del cajón como todos sabíamos que sería usado, nada más tenía de interesante hablar sobre el sarcófago del viejo. Además: ¿Quién tiene un ataúd bajo la cama? Debía haber otra causa.
Nadie jamás en todo el pueblito pudo dar una explicación.
Y aun hoy, cincuenta años después, les puedo asegurar que solo yo conozco el arcano que nadie descubrió.
– Don Miranda a veces duerme adentro del cajón-. Dijo uno cierta vez, mientras fijaba en nosotros la mirada asintiendo al mismo tiempo con la cabeza para que le creyéramos.
– ¡Eso es mentira!- le respondí enérgicamente. Y esto casi provocó un cisma en la banda.
El «Miguel de atrás de las vías», era un pendenciero que llevaba con él a tres laderos que estaban dispuestos a apoyarlo en todo. Ese día se me echó encima, me tiró al suelo y comenzamos a golpearnos. No aceptaba el desmentido. Pero yo no iba a dejar que nuestro viejo vecino fuera comparado con un vulgar vampiro. ¡No íbamos a tenerle miedo a Don Miranda! Eso no lo iba a permitir aunque me costara un diente.
Es que yo, me sabía el preferido del hombre.
Esa condición tuvo su origen en una corta sucesión de acontecimientos que nunca en los años siguientes olvidaría.
Mi padre había muerto hacía dos años, y yo había recibido su inesperada compasión. Me encontró en la vereda, posó su mano paternalmente en mi cabeza y él, que no se interesaba por nada ni por nadie, como una inesperada transgresión a su hermetismo me dijo:
– Tenés que ser fuerte muchacho, así es la vida-.
Otro punto a mi favor era que me sabía casi todos los tangos y las zambas que a él le gustaban. Me escuchaba cantar. Una vez noté a través del cerco que separaba la vereda de su patio que acompañaba las canciones con voz inaudible, como haciendo mímicas mientras contenía la dentadura postiza para evitar que ésta saliera de su boca.
Otra ocasión para estrechar vínculos definitivamente con Don Miranda, fue aquella en que descubrió la enorme tristeza que me abatió al enamorarme de mi vecina de enfrente.
Es que ella, cuando escuchó mi declaración de amor me despreció arrasándome el corazón. No fue sólo el rechazo lo que me dolió sino que había hecho una mofa del estridente reto que su madre me pegó en plena calle al descubrir una carta que yo le había escrito. Todo el barrio se enteró. Sentí que me habían arrastrado por el pueblo desnudo a la vista de todos.
– ¿Qué te anda pasando a vos?- me preguntó. Y le conté mis penas. Balbuceando entrecortadamente sin poder contener mis lágrimas.
Fue entonces cuando el velo del misterio se cayó. La tarde de noviembre estaba clara y el tiempo era ideal.
– ¿Querés tomar unos mates?- Fue la inesperada invitación.
– Sí señor – respondí mientras me secaba la cara con la manga de la camisa, y rápidamente junté las ramas para hacer el fuego, traje el agua de la bomba y acomodé el gancho de colgar la inmensa y negra pava tiznada.
Nos sentamos en un banco a la sombra de un ciruelo. Y apenas cambiadas unas frases Don Miranda dejó ir su vista hacia la nada y comenzó diciendo:
– Yo también cuando era mozo, amé mucho a una mujer….-
Y ya no pudo callar por espacio de tres horas. Me contó una larga; larguísima historia. Al pasar de los años entendí que tal vez no se estaba dirigiendo al niño de doce años que entonces era yo, la estaba contando para él mismo. Cuando traigo a mi mente aquel momento pienso que de buenas ganas hubiera pedido mis lágrimas prestadas para suavizar la áspera nostalgia que su voz seca expresaba.
Fui el inesperado receptor del secreto de aquel septuagenario, encorvado ahora bajo el peso de los recuerdos.
La tarde se fue, y mi pena dio lugar a un desconocido alborozo. Me sentía importante al sostener un diálogo de hombres con aquel viejo.
Esa extraña tarde por primera vez, presté oídos, tomé mate, y fui un amigo.
Un gran amor marcó su vida. Una serie de sucesos con final muy triste justificaba su soltería. El secreto que yo nunca iba a revelar.
Un pacto de silencio irrevocable involucraba la trágica revelación,
escuchada a renglón seguido de sufrir la primer pena de amor de mi vida.
No podía entonces medir la trascendencia de lo que estaba sucediendo. Mucho menos si mi confidente era el extraño personaje que tenía un cajón bajo la cama.
Don Miranda, mucho antes de ser viejo, decidió convertirse en el ataúd de sus propios sentimientos. Pero a poco de intentarlo comprobó lo infructuoso que resultaría, ya que en tanto él viviera, en cada despertar aquel dolor se asomaría para hacerle compañía un día más.
Y así debió pensar que era buena idea el poseer aquella lustrosa madera del final.
Mientras esperaba a que su vida y su dolor se apagasen juntos tendría a su alcance como tétrica advertencia, el oscuro féretro bajo la cama.
Las memorias de sus tormentosos recuerdos; se irían borrando bajo la certera amenaza de ser enterradas con él mismo.
Aquel cajón bajo la cama, tan cercano y tan concreto, era la terminante prueba de que nada, ni siquiera una gran pena de amor es para siempre.
Lo que alguna vez amó le fue arrebatado sin esperanzas. Así Don Miranda quedó varado en la existencia. Condenado a la fatigosa tarea de durar. En la simple espera de terminar sus días, llevando un recuerdo encarcelado en el alma, en el brillo apagado de sus ojos, sin otro destino que ocultarse para siempre hundido al interior de su ataúd.